Dr. Carlos Leite Poletti
La palabra Eutanasia viene del griego y significa: ‘muerte dulce’.
En el mundo occidental, muchos han alzado la voz, pidiendo que se conceda a los enfermos terminales el derecho de terminar su vida, antes que la enfermedad les provoque graves sufrimientos y dolores que no desean sufrir. También se habla de aquellos que provocan la muerte de un ser querido por piedad. La Eutanasia se practica interviniendo para provocar la muerte en forma directa, o simplemente omitiendo el tratamiento necesario para prolongarle la vida. En ambos casos existe la deliberada intención de causar la muerte del enfermo. El médico norteamericano Jack Kevorkian, apodado el ‘doctor muerte’, se hizo famoso y millonario al inventar y utilizar una máquina que mata sin dolor a los pacientes que así se lo soliciten; de esta forma según él, se logra una ‘muerte digna’.
Para los cristianos la vida humana es un don sagrado y maravilloso, recibido de Dios. Por eso, la Eutanasia es considerada como un asesinato. ‘El hombre está llamado a la vida y a una plenitud de vida, que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena… Lo sublime de esa vocación sobrenatural, manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana, incluso en su fase terminal.’ (Juan Pablo II, ‘Evangelium Vitae’ n.2)
Todo cristiano tiene el deber de respetar, valorar y defender la vida humana. No existen ‘vidas inútiles’ que sean cargas para los otros. El sufrimiento y el dolor no justifican ni dan derecho a disponer de la vida de un ser humano. La muerte no es el término final y último de la vida del hombre, ni un fin absurdo de la misma. La mentalidad que ve a la Eutanasia como un derecho absoluto, nace de una visión que prescinde de Dios y que cree erróneamente que el hombre es dueño absoluto de su vida, siendo responsable sólo ante sí mismo de sus acciones. Por más que se quiera ver a la Eutanasia como un bien, no deja de ser un acto absurdo e inhumano que ningún fin puede legitimar. Esto no significa que tenga que prolongarse artificialmente la vida de una persona. Todos tenemos derecho a vivir y a morir dignamente. Pero esto no significa que se nos prolongue artificialmente la vida por medio de técnicas, medicamentos o aparatos que produzcan lo que se ha dado en llamar el encarnizamiento terapéutico.
Es lícito en un enfermo terminal, recurrir a calmantes (aun con el riesgo de acortarle la vida) que permitan que el enfermo viva los últimos momentos de su vida sin sufrimiento innecesario. Es legítimo y digno desear una muerte sin desfiguración, dolor y aislamiento y no se opone al Evangelio. Un paciente terminal nos da muchas veces una lección enfrentando la muerte con gran dignidad, somos nosotros los que deberíamos acompañar al enfermo los que a menudo nos comportamos indignamente.
*Dr. En Derecho Uruguayo y católico
Asesor en Bioética de la Universidad de Montevideo
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