Hoy en día el matrimonio está sufriendo uno de los peores embates de su historia. De igual forma, en siglos pasados, diversos pensadores sostenían que para destruir los valores de la civilización occidental, antes habría que aniquilar el concepto de familia. Esas ideologías actualmente han vuelto a la carga con particular virulencia.
Ante la creciente propaganda de algunos políticos, figuras relevantes, intelectuales y ciertos medios de comunicación, existe el peligro que en los que sí creen en el matrimonio y en la familia les sobrevenga un estado de profundo desánimo, tristeza, de queja interna y concluir de manera pesimista que: “Esta situación social y pérdida de valores no tiene remedio”.
La verdad de las cosas es que es un error llegar a esta deducción. Desde el punto de vista antropológico y a través de muchos siglos en la historia de la humanidad, el matrimonio ha sido y sigue siendo la unión más estable por excelencia, la célula fundamental de la sociedad, en la que un hombre se une para toda la vida con una mujer en orden a tener hijos, a fundar una familia.
Es en el hogar donde se crían y educan a los hijos; dónde se recibe el afecto y cariño de los padres y hermanos; dónde se forjan los caracteres y personalidades; dónde aprenden los hijos a vivir las virtudes y valores para que, en el futuro, sean personas de bien; para que con un quehacer profesional prestigioso aporten un beneficio directo a la sociedad como ciudadanos responsables y participativos.
Sabemos que en la familia se juega el futuro de la humanidad, porque los valores que se transmiten van de generación en generación y de ese bagaje de virtudes, de positivos ejemplos y formativos conceptos, es lo que se denomina con el nombre de cultura. Y a esta “cultura familiar”, que ama y respeta la vida humana, pertenecemos.
Pero nadie nace sabiendo cómo ser buen padre o madre. Para cumplir adecuadamente con esas importantes funciones es necesario dedicar tiempo a los hijos y prepararse bien, por ejemplo, tomando cursos de orientación familiar o leyendo libros sobre cómo mejorar en la educación de los hijos.
Otro aspecto destacado es que unas familias pueden ayudar a otras familias que lo necesiten o requieran. Se puede brindar formación a los papás sobre los fines del matrimonio (unidad e indisolubilidad); sobre la importancia de la fidelidad conyugal; acerca de dar buen ejemplo a los hijos (“Fray ejemplo, es el mejor predicador”, dice el proverbio); experiencias enriquecedoras que unos padres pueden pasar a otros sobre cómo explicaron a sus hijos la sexualidad, el noviazgo; cómo educaron a sus hijos en la fe; en la práctica de determinadas virtudes humanas, etc.
Pero quizá lo que más conmueve a las otras familias es cuando unos matrimonios con sus hijos les ofrecen, con naturalidad, un testimonio de alegría, de unión, de cordialidad, de buen humor y optimismo y es que el ejemplo arrastra.
Me gusta ver con detalle esas fotografías en las aparecen los abuelos -que cumplieron 50 años de casados (o más)- y figuran sus hijos, sus nietos y varios bisnietos. Los semblantes de alegría de todos los integrantes de esa familia, comenzando por el gozo y el sano orgullo de los abuelos, lo dice todo. “Un ejemplo dice más que mil palabras”, se suele decir, y una familia unida y feliz hace un bien enorme a otras familias y a la sociedad entera.
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