“Cuando está en juego la defensa de la verdad, ¿cómo se puede desear no desagradar a Dios y, al mismo tiempo, no chocar con el ambiente? Son cosas antagónicas: ¡o lo uno o lo otro!”.
San Josémaría Escrivá de Balaguer
Entrevista al Lic. Rodrigo Fernández Diez, en seguimiento a su expulsión de la Universidad Panamericana donde fue Profesor en materia de Derecho Romano e Historia de la Cultura Jurídica.
Pregunta: Los hechos por los cuales la Universidad Panamericana prescindió de sus servicios como docente, sintetizados por el periódico La Esperanza en la entrevista del 11 de marzo de 2023, fueron motivo de relativa polémica. Ya pasados algunos días desde los eventos, serenándose las aguas, ¿qué más ha ocurrido? ¿Hubo un segundo episodio?
Respuesta: Precisamente para evitar que los eventos trascendieran a medios de comunicación conocidos por explotar la polémica, rechazamos todas las entrevistas de quienes sospechábamos la intención de golpear a la Universidad como piñata mientras era tendencia. Y creo que ese objetivo se logró. Tuvo repercusión sólo en ámbitos católicos, pero no se mantuvo local la noticia, sino que se conoció desde México hasta Argentina y, al parecer, tuvo un impacto especial en España.
En las redes sociales la reacción generalizada fue en mi defensa. Asimismo, muchos profesores que se vieron en el mismo dilema moral que yo comenzaron a buscarme, sobre todo para agradecerme el haber hablado y haber puesto el dilema sobre la mesa. También me han buscado padres de familia, en general para expresar su angustia ante la creciente ideologización del ambiente universitario al que han enviado a sus hijos. Finalmente, muchos de mis ex-alumnos me han buscado y expresado su apoyo, señalando algunos de ellos las cosas buenas que en su momento les dejó mi clase. De todas las llamadas y mensajes, éstas son las que más agradezco: para uno es siempre un gusto saber que alguna vez hizo algo que valió la pena.
Pregunta: ¿Qué opinión le merece el que un Consejo Estudiantil haya sido el encargado de comunicar su expulsión?
Respuesta: Creo que fue idea de la Rectoría, no tanto para evitar alguna respuesta jurídica de mi parte, sino para reforzar su apoyo a la orientación ideológica del Consejo Estudiantil, al menos para efectos mediáticos. Pero independientemente de la intención, resultó ser una mala idea. Dio la impresión no de mero apoyo ideológico, sino incluso de subordinación al Consejo Estudiantil, magnificando el sentimiento en el campus de que cualquiera puede blandir frente a las autoridades de la universidad el arma del linchamiento mediático y así doblegarlas con facilidad.
No obstante, no es un problema exclusivo de mi universidad. En casi todas ―cosa que me han confirmado también colegas de otros países― los consejos de alumnos han evolucionado en una dirección preocupante, observándose un patrón común. Parecen haber pasado, desde hace algún tiempo, de ser grupos encargados de la organización de eventos sociales, a casi pandillas de empoderados que dedican la mayor parte de su tiempo al activismo ideológico y a la extorsión. Y no tanto por haberse incrementado sus facultades en los reglamentos universitarios ―aunque en algunos casos así ha ocurrido―, sino por el simple poder que las redes sociales confieren. Lo que digo no es ningún misterio, basta preguntar a cualquiera que tenga algunos años en la docencia.
Pregunta: Si eso está ocurriendo de manera generalizada, ¿tiene razón de ser la subsistencia de este tipo de consejos en instituciones dedicadas a la enseñanza?
Respuesta: Las universidades medievales ya conocían los consejos estudiantiles, que protagonizaron también polémicas en su tiempo, pero no son equiparables a los de hoy. Los de nuestro tiempo son una creación artificial cuya intención es servir de laboratorio político, es decir, como ambiente controlado en el que los alumnos puedan «jugar» ―por decirlo de alguna manera― a la democracia.
Así, se organizan elecciones con partidos políticos, discursos y el resto de la parafernalia republicana. Y a decir verdad, es un objetivo que se logra. Y que se logra tan admirablemente que los aspectos más auténticos de la democracia se reproducen con gran exactitud, especialmente la compra de votos, la manipulación demagógica, la división artificial del electorado a través de la difamación e incluso la extorsión ideológica. Un mínimo de sentido común ya nos habría hecho preguntarnos si el juego democrático no es, en realidad, una forma de corrupción de la juventud.
Yo solía expresar en clase, cada vez que un partido universitario entraba al salón a hacer proselitismo, que desearía que algún día un alumno se atreviera a participar en los comicios con la propuesta de suprimir el Consejo de Alumnos en caso de triunfar, para así restaurar, finalmente, el orden en la casa de estudios. Pero es difícil que algo así se produzca. Lo ideal, creo yo, es que las autoridades administrativas se armen de valor, cumplan con su deber y los supriman.
Pregunta: Resulta interesante que el Consejo de Alumnos de una universidad de inspiración católica haya cerrado el comunicado relativo a su expulsión con una frase de Ruth Bader Ginsburg, conocida mundialmente por su defensa y promoción del aborto. ¿Qué dice eso de la universidad?
Respuesta: Ese detalle fue, seguramente, idea de los miembros del consejo estudiantil porque, a decir verdad, es poco probable que los administrativos siquiera supieran quién fue. También creo, sin embargo, que fue un detalle providencial, pues esa frase ha hecho evidente a muchos el cambio ideológico hacia el que mi caso llamó la atención. Creo que fue un gran detalle. Me ha convencido incluso de imprimir el comunicado y enmarcarlo como recuerdo.
Pregunta: Respecto al protocolo GLASS (Guía Logística para la Atención a Situaciones Sensibles) aplicado a su caso por la Universidad Panamericana, ¿considera posible la imparcialidad en su ejecución, toda vez que contiene una marcada tendencia a la ideología de los derechos humanos y perspectiva de género?
Respuesta: Aunque el protocolo GLASS se promulgó el mismo día de mi expulsión ―según tengo entendido―, mi caso no se resolvió conforme a él. El Consejo Directivo, al tener noticia de los eventos, actuó con la mayor rapidez posible para evitar un escándalo mediático. Creo que el protocolo tiene algunas virtudes procesales, como permitir al acusado presentar pruebas para su defensa, así como el designarle un defensor. Y en mi caso hubo alguna sombra procedimental, pero no fue el caso que estrenó el protocolo. Todo fue inmediato, y creo que fue mejor así.
Al protocolo yo le veo, desde el punto de vista técnico, el siguiente problema: las conductas que contempla como infracciones son formulaciones de los derechos humanos en forma de tipo infractor. Desde el punto de vista procesal eso es muy peligroso, pues las mismas virtudes que tienen los derechos humanos como elemento de defensa del acusado, se convierten en terribles armas en su contra cuando se tipifican como infracciones, al constituir lo que en el ámbito penal se conoce como «normas en blanco». Es decir, normas cuya ambigüedad las predispone a cualquier interpretación ―mientras más manipulativa mejor―, según los vaivenes ideológicos de quien las aplica. Desde el punto de vista procesal es un error muy elemental, y muy sorprendente en una universidad que forma a los mejores juristas del país.
Pregunta: ¿Pero es el elemento procesal el más preocupante? ¿O hay algo de fondo que se pueda reflexionar en mayor medida?
Respuesta: La cuestión de fondo que es más preocupante en cierto modo afecta al protocolo, pero en realidad tiñe todos los aspectos del quehacer institucional. Moralmente, la ideología de los derechos humanos constituye el principal indicio del vaciamiento ético. Suele explicarse en las clases de Derecho Constitucional que los derechos humanos han tenido dos épocas, históricamente hablando: una primera época en que eran meras promesas políticas que el régimen revolucionario no tenía los medios para cumplir, y una segunda época en que, gracias a la aparición de los tribunales constitucionales, se comenzaron a aplicar como normas en el pleno sentido de la palabra. Pero quienes no han tenido la oportunidad de profundizar en la Historia del Derecho ―que es una de las materias más formativas― ignoran que hubo una etapa adicional, anterior a las dos señaladas.
Cuando se promulgó la Declaración de 1789, su texto se utilizó en doble sentido. Por un lado, para prometer a quienes se sumaran a la Revolución que las prerrogativas allí contenidas les serían respetadas y, por el otro, para advertir a quienes no se adhirieran al nuevo régimen que, en su caso, ocurriría lo contrario. Y así fue. Si se estudian los alzamientos de los ruanes, chuanes y vandeanos, se verá con toda claridad que el primer genocidio cometido por razones ideológicas se justificó, precisamente, a la luz de la primera declaración de derechos humanos. La Declaración de 1789 se estrenó con la sangre de La Vendée, y no hay discurso alguno capaz de lavar esa mancha.
En lo que toca al protocolo, que en realidad no es sino un reflejo del rumbo que la cultura jurídica está tomando en nuestro tiempo, parecería que la ideología de los derechos humanos está retornando a su origen, a su verdadera esencia, como instrumento de persecución.
Pregunta: ¿Por qué es tan pernicioso extender la ideología de los derechos humanos a todo el quehacer institucional?
Respuesta: Los derechos humanos tienen una cierta utilidad técnica. Frente a los abusos del régimen republicano son lo único tras lo cual se puede parapetar el súbdito del Estado moderno. Yo litigué hace tiempo y tenía que hacerlos valer en todos los asuntos, casi a cada paso, de una manera tan insistente que rayaba en la obsesión. Pero quien crea que en dicha utilidad técnica se agota su operatividad se equivoca: los derechos humanos tienen un efecto paulatino de sustitución, infectando poco a poco todas las áreas de la vida, incluso el lenguaje cotidiano, y acaban por convertirse en una suerte de religión. Anacharsis Cloots, filósofo prusiano, proclamó en la Asamblea Nacional de 1789, precisamente, la religión de los derechos del hombre, en nombre de la cual debía erradicarse el catolicismo de la faz de la Tierra. Aspecto que suele ser, por supuesto, ignorado por quienes sólo los estudian para efectos de su aplicación técnica.
Pregunta: ¿Podría dar un ejemplo de la corrupción del lenguaje y del pensamiento que generan?
Respuesta: Para defender al nasciturus se invoca en su favor no la vida ―como don divino o siquiera como hecho natural―, sino el «derecho» a la vida. Y ese planteamiento tiene una razón técnica: es la única defensa que los tribunales modernos aceptan, por lo que nos vemos en necesidad de acudir a ella como única vía. Pero aunque tal es el instrumento técnico, no es la verdadera razón por la que el aborto está mal, ni la discusión en torno a él puede reducirse a los requisitos de procedibilidad del libelo.
El hecho mismo de defender la vida del nasciturus como «derecho» lleva ya implícito el reconocimiento de que es una prerrogativa que se tiene sólo en la medida en que el régimen revolucionario la conceda. Y nada cambia la argucia retórica ―que es un mero juego de palabras― según la cual los derechos humanos no se «conceden» sino que se «reconocen», pues de todos modos no se pueden invocar sino en la medida en que los tribunales revolucionarios determinen si, en su opinión, forman parte del ordenamiento. La pseudo-ética de los derechos humanos es tan corruptora, tan indicativa del vaciamiento ético, que la utilización de su mismo lenguaje es suficiente para viciar cualquier noción moral. Y eso sin considerar que, si se traza la historia de cada uno de los derechos humanos, se advierte que nacieron como negaciones del deber de piedad, cada uno desde un ángulo diferente.
Pregunta: Lo que usted plantea parece una perspectiva poco común, o cuando menos distinta de la que estamos acostumbrados a escuchar.
Respuesta: En realidad es todo lo contrario. Tuve la obligación, por una de las materias que en su momento tuve que impartir, de estudiar las fuentes de 1789 y los años posteriores con un relativo grado de detalle, así como lo que el magisterio pontificio estableció en relación con la cuestión. Es decir, mi planteamiento es el ordinario, es el que durante el siglo XIX y buena parte del XX todos estudiaban, por lo que más bien se me podría imputar una severa falta de originalidad. Lo que hoy se estudia, en cambio, es la Declaración de 1948 en adelante, así como la porción del magisterio eclesiástico posterior a 1962 —y a veces ni eso—. Lo que se traduce en que, aunque se cultive el dominio técnico de la materia, la visión histórica y filosófica de la misma es nula, lo que es gravísimo, porque casi la totalidad de los puntos fundamentales de la ideología en cuestión sólo se puede estudiar a partir de fuentes anteriores. Insisto, lo que planteo no tiene nada de original, me atrevería incluso a decir que es el sustrato elemental de la materia. Los innovadores que tienen que justificarse son los que lo han abandonado.
Pregunta: ¿Qué efectos tiene en el alumnado una enseñanza sustentada en los derechos humanos en lugar del pensamiento clásico?
Respuesta: Parece tener un doble efecto corruptor. En primer lugar, de carácter intelectual, porque siembra en ellos el egoísmo como paradigma rector de la vida. Al respecto hay que entender quién es exactamente el ente titular de los derechos humanos, no según las teorías personales de un autor extravagante que intenta bautizarlos de manera forzada, sino según la propia teoría revolucionaria que los acuñó: su titular no es el ser humano en cuanto conjunción de alma y cuerpo, ni es el paterfamilias de las fuentes clásicas, sino el individuo en cuanto individuo, con pretensiones de «autorrealizarse» forzando a la realidad y al prójimo a ajustarse a las exigencias de esa autorrealización. Es un cambio que suena a puramente académico, pero es en realidad un trastorno antropológico violentísimo que afecta a toda la sociedad. En segundo lugar, tiene un efecto corruptor de carácter moral, al constituir la base del llamado «empoderamiento» (término horrible importado del inglés empowerment) que no parece sino una expresión del pecado de soberbia.
Pregunta: ¿La ideología de los derechos humanos tiene alguna relación con la cultura de la victimización?
Respuesta: Parece tenerla, pues inculca el deseo de exigir privilegios de clase —más adelante privilegios individuales— a partir de la identificación de frustraciones. Por virtud de ella se alienta a los individuos ya desarraigados a renunciar a sus pocos vínculos auténticos para formar otros según parámetros artificiales o puramente teóricos. El socialismo científico lo llamó, hace décadas, el proceso de creación de «consciencia de clase», en realidad un modo de alienación, y que es una de las aplicaciones concretas del principio revolucionario fraternité. Así, un proletario vietnamita tendría mayor relación con un proletario canadiense —al menos en su cabeza— que con su vecino el pequeño comerciante; o una adolescente uruguaya tendría más cosas en común con una adolescente francesa que con los miembros de su propia familia, con los que comparte no sólo vínculos de sangre sino incluso de convivencia cotidiana. Es un proceso enteramente artificial de carácter psicológico cuyo extraordinario éxito parece deberse a la generación —a partir de una mezcla de elementos reales y no tan reales— de una impresión de persecución de la «clase» a la que se pertenece.
Es también el elemento a causa del cual la derecha liberal-conservadora sostiene que el feminismo es una forma de «marxismo cultural», pero creo que se equivoca, porque esa dicotomía manipuladora que divide a la sociedad entre opresores y oprimidos no es exclusiva de los liberalismos izquierdistas en general, ni siquiera del marxismo en particular, sino que ya se había presentado en la propia Revolución Francesa y, hasta cierto punto, en la propia Reforma Protestante. Tanto en el De captivitate babylonica ecclesiae como en A la nobleza cristiana de la nación alemana, Martín Lutero ya despliega ese tipo de retórica.
Su relación con los derechos humanos —a mi entender— radica en el giro particular que la Declaración de 1948 imprimió, al menos mediáticamente, a sus postulados. La de 1789 había sido tachada —con cierta razón— como un catálogo de derechos del burgués. La de 1948, en cambio, se presentaba como un catálogo de los derechos del desvalido, en un contexto en el que los totalitarismos alemán e italiano acababan de ser derrotados y las noticias de los horrores del Holocausto se estaban difundiendo a causa de los Juicios de Nüremberg. A ello podemos sumar la enorme influencia mediática que tuvo en las décadas posteriores el cine, en el que cada año salía al menos una película relacionada ya fuera con el Holocausto, con el movimiento de los civil rights en Estados Unidos o con el apartheid en Sudáfrica, martillando de manera incesante en la consciencia popular el tópico de la victimización de minorías.
No me malinterprete usted, las películas de ese género cinematográfico son extraordinarias —involucraron siempre los mejores talentos de la industria del entretenimiento—. A lo que me refiero es al efecto —ignoro si intencional o no— de implantación del criterio de lo «liberador» como lo justo, así como de la búsqueda de «liberación» como parámetro del heroísmo individual. El héroe de ese cine es, en términos generales, el activista social o ideológico. Que no es enteramente nuevo, pues ya se encuentra en el tópico del «burgués altruista» presente en la literatura del siglo XIX, como cualquier lector ávido del Siglo de Oro ruso puede constatar. Y ahora que los celulares, el Internet y las redes sociales han permitido al burgués adolescente participar de ese espíritu a través del linchamiento mediático, parece producirse una avalancha imparable, pues en cierto modo ha «democratizado» ese nuevo heroísmo, mientras el discurso ideológico de los derechos humanos provee respaldo institucional, no necesariamente a partir de sus prerrogativas en sentido técnico, sino a través de su vigencia como nueva moralidad, como nueva ética, como nueva religión. En tal sentido, el burgués altruista de nuestro tiempo participa de lo que en inglés se conoce como self-righteousness —término que nunca he podido traducir—, por lo que no se siente maligno sino, por el contrario, una suerte de titular monopólico de lo moral. Es el nuevo puritano.
Pregunta: ¿Qué relación tiene esa nueva tendencia con el feminismo?
Respuesta: Pienso que, en relación con el punto, el feminismo no tiene una malignidad especial, como la mayoría de sus críticos aseguran: es sólo el producto del reempaque de ese mismo liberalismo, ya rampante desde el siglo XIX, para su consumo por otro sector de la población. Por eso tampoco creo adecuada la distinción entre las distintas «generaciones» u «olas» del feminismo, que el liberalismo conservador utiliza para desacreditar a las feministas recientes imputándoles una suerte de desviación respecto a los postulados originales de su ideología. Por el contrario, considerando que las ideas tienen una operación dinámica, por virtud de la cual despliegan las potencias de sus principios sólo en la medida que el tiempo y las circunstancias permiten ese desarrollo, es natural que los movimientos revolucionarios no se muestren tal cual son desde el inicio, sino que «florezcan» paulatinamente, llevando sus postulados a sus conclusiones lógicas sólo de manera gradual.
Su concepción de la libertad es desarrollo de la liberté de 1789, su concepción de la igualdad es una de las múltiples variantes de la egalité de 1789 y su mismo concepto de «sororidad» no es más que una nueva formulación de la fraternité revolucionaria. Para quien ha estudiado la Revolución Francesa, en estas ideologías realmente no hay nada nuevo bajo el Sol. Y si en nuestro tiempo despliega un grado especial de nihilismo, ello se debe a que el espíritu de nuestro tiempo es completamente nihilista, cosa que también se advierte en el resto de ideologías modernas, por lo que en ese punto tampoco tiene algo de especial.
Pregunta: ¿El aborto generalizado no podría constituir un postulado original?
Respuesta: Puede serlo en el ámbito de la operación práctica, porque el feminismo es la ideología que más lo ha promovido, pero creo que no lo es si consideramos las ideas que lo sustentan: el bagaje que lleva detrás.
Pregunta: ¿A qué se refiere?
Respuesta: La legitimación del aborto a través de su formulación como derecho individual tiene al menos dos dimensiones, una económica y otra sexual.
En su dimensión económica, es un producto financiero que el capitalismo ha colocado en el mercado, por virtud del cual el sacrificio de uno de los hijos se realiza a cambio de la promesa de prosperidad material, o al menos de una mejoría relativa. Los antiguos cartagineses ya practicaban el sacrificio infantil por ese mismo motivo, razón por la cual todos sus vecinos mediterráneos los veían con horror, y por la cual las Guerras Púnicas no se vivieron como meras pugnas entre hegemonías rivales, sino como auténticas luchas entre el Bien y el Mal como posibles destinos de la humanidad en su conjunto. Por eso tampoco me parece adecuado clasificar el aborto como «marxismo cultural».
Es verdad que en la Unión Soviética se promovió ampliamente durante el período de Lenin —el más nihilista y occidentalizado de los comunistas después de Trotsky—, pero también que se tomó la dirección completamente opuesta durante el período de Stalin. También es cierto que en China ha tenido una difusión generalizada como instrumento de control natal, es decir, como política pública bajo la llamada «razón de Estado». Pero es en el Occidente capitalista donde se le ha perfilado, en mayor medida, como derecho individual, como derecho humano al servicio del capricho individual en aras a la autorrealización, que es precisamente el enfoque bajo el cual se promueve en nuestro tiempo.
Pregunta: ¿Y cuál es la dimensión sexual?
Respuesta: En su dimensión sexual el derecho al aborto presenta una especial relación con la igualdad moderna. Si el hombre moderno, el hombre liberado por la nueva moral revolucionaria, es decir, el libertino, puede acudir libremente a la fornicación como forma de autorrealización, o cuando menos de entretenimiento, ¿por qué no ha de permitirse lo mismo a la mujer revolucionaria? ¿Por qué no se le ha de permitir también a ella la autorrealización donjuanesca? Ya deslegitimada la virtud de la castidad, el único obstáculo remanente es el biológico, porque acudir a tal forma de entretenimiento desencadena la operación natural de la fecundidad del organismo. Y si los anticonceptivos no resultan suficientes para impedir esa operación natural, ¿por qué no acudir a una solución más contundente? Lo que se ve, en el fondo, no es un deseo particular de asesinato —en lo absoluto—, por eso tiene algo de razón la frase manipulativa «nadie se embaraza para abortar». Lo que se nos escapa, y que los promotores del aborto procuran no hacer explícito, es una suerte de derecho subyacente a la promiscuidad como consecuencia necesaria del derecho a la autodeterminación individual, para la plenitud del cual el descuartizamiento del hijo no cumple sino una función instrumental. Así, como puede verse, el aborto no es una desviación ni una anomalía posmoderna, sino una consecuencia congruente de los postulados del liberalismo y de la pseudo-ética de los derechos humanos.
Pregunta: ¿Cuál es el daño que causa en la mujer y en la sociedad el 8M?
Respuesta: Es una pregunta difícil de responder, la cuestión tiene muchas aristas. Si se me permite iniciar haciendo una distinción, tiene un efecto externo y uno interno.
Su aspecto externo, verificable en el cariz que el 8M ha tomado en los muchos países en que se ha manifestado —especialmente en España y en Argentina—, parece sintetizarse en la promoción del aborto a través de la presión sobre el gobierno por la despenalización total y, en un momento ulterior, por su aceptación como derecho, con su respectiva validación moral. Digamos que la cuestión tiene dos fases, la primera en que se aboga por que se deje de castigar —aunque es punto que a su vez admite matices—, y la segunda en que se aboga por su aceptación como un acto moralmente válido, socialmente aceptable no sólo como un hecho neutro, sino como un acto bueno y perfeccionante, realizador del individuo. Como en México no se ha logrado todavía ese paso, el de la validación moral, se le mezcla intencionalmente con otras pretensiones, como la petición —que todos suscribiríamos— de que haya seguridad en las calles.
Esa mezcla es la que le ha valido un gran apoyo, y es un subterfugio inteligentísimo, digno de Odiseo. Hay, sin embargo, un elemento adicional que lo hace plausible, sin el cual nunca hubiera resultado: la convicción democrática de que los movimientos sociales son espontáneos, uniendo en un sentir general las razones individuales, es decir, el mito liberal de la voluntad general. Lo que en realidad ocurre es lo contrario: la manipulación de los sentires individuales por una razón cupular que las dirige hacia sus propios objetivos sin que se percaten de ello. Por supuesto, existen movimientos sociales espontáneos, como la ayuda generalizada que se despliega en casos de sismo, pero que son muy raros y sólo parecen tener lugar ante peligros inmediatos. Los movimientos revolucionarios, perfectamente anticipados, orquestados y dirigidos, sólo gozan de esa espontaneidad por apariencia. Quien marcha se une a ellos espontáneamente, de buena voluntad y quizá incluso por cierta nobleza de espíritu —eso nunca lo hemos cuestionado—, pero relacionar las intenciones individuales de cada marchista con las de la cúpula organizadora es un error que acusa una gran ingenuidad.
Pregunta: ¿Y cuál es su efecto interno?
Respuesta: Si recordamos que el ser humano es un ente que en buena medida actúa en la dirección que le imprimen sus hábitos —virtuosos o viciosos—, debemos preguntarnos qué tipo de habituación produce la constante participación en marchas revolucionarias.
Lo primero que debe señalarse, es que la participación en marchas es, históricamente, una anomalía —la primera fue la ocurrida el 5 de octubre de 1789—, y que la visión que tenemos de ellas como una dimensión normal de la participación política es consecuencia del condicionamiento ideológico —enteramente artificial— producido por los regímenes revolucionarios. El P. Sardá y Salvany tiene un texto —en su Año Sacro, el capítulo relativo a la Semana Santa— en el que comenta por qué la manifestación social propiamente católica no es la marcha de protesta sino la procesión.
Adentrándonos en los movimientos del alma que la participación en una marcha de protesta suscita en el individuo —y que la reiteración constante inculca como hábito—, se puede notar, en primer lugar, el cultivo de una ilusión: el engaño de que el súbdito de la democracia tiene algún efecto en el gobierno. Si los apologetas republicanos repararan un minuto en el significado de que los países históricamente protestantes —sobre todo en Europa—, hoy los más ateos del mundo, tienen constituciones generalmente confesionales, mientras los países que se conservaron católicos tras la Reforma han sufrido —sin excepción— constituciones ateas y persecuciones gubernamentales intermitentes desde hace doscientos años, se percatarían quizá de que la democracia —y esto lo señalaba ya Platón— no es el gobierno realizado por el pueblo, sino el gobierno del pueblo como materia inerte, una forma de dominio, por parte de oligarquías anónimas a través de sofistas, que es exactamente el patrón que se ve hoy, y no sólo en nuestro continente. Así, las marchas de protesta cumplen la función de desahogo de las frustraciones de una población que intuye su incapacidad para cambiar el rumbo de las cosas, manteniéndola así pacificada.
En segundo lugar, en la medida en que las marchas cumplen esa función de desahogo de la frustración, inculcan también el hábito de la insolencia —lo que los griegos llamaban hýbris—, en una escala creciente de violencia. Nadie rompe ventanas y arroja bombas en su primera marcha. Al contrario, al inicio asume un comportamiento muy civilizado cuyo mayor atrevimiento es portar una cartulina con un cliché, propagandístico pero expresivo de la realidad de su frustración. Sin embargo, si acude a un cierto número, paulatinamente se liberará de ciertas pautas de comportamiento, atreviéndose cada vez a más. Pronto la cartulina contendrá insultos, y quizá pronto se atreva a proferirlos. Hay una escala creciente y es imposible saber dónde se detendrá.
Por supuesto, los padres de familia —ya formados— difícilmente experimentarán los efectos de esa habituación, pero si llevan a sus hijos a ese tipo de manifestaciones, incurren en el error de sembrar las semillas de un hábito cuya obscuridad desconocen en almas todavía maleables y todavía carentes de las virtudes que sirven de contrapeso al espíritu revolucionario. Más adelante, cuando sus hijos lleguen a la edad del cuestionamiento republicano en el hogar —la edad a la que los hijos enarbolan la bandera de la liberté y la egalité contra la monarquía de sus padres—, se sorprenderán de la virulencia de sus explosiones, sin recordar que ellos mismos sembraron la idea del desprecio a la autoridad.
En tercer lugar, la participación habitual en marchas de protesta acostumbra —como las movilizaciones de reservas que se practican periódicamente en algunos países—, a la movilización en obediencia a una autoridad externa, al mandato mismo de movilización. Lo cual, si bien bueno y útil para efectos patrióticos y militares, adquiere un tinte especial de malignidad cuando se le vincula a un objetivo ideológico y que a largo plazo daña a sus mismos participantes. Acostumbra, por decirlo de alguna manera, a la manipulación.
Finalmente, dicha participación, cuando se vuelve habitual, es un instrumento utilísimo en la inculcación de «consciencia de clase», bombardeando constantemente a los participantes con la idea de que sus verdaderos lazos comunitarios son los que se entablan con sus pares y con sus superiores en la marcha misma, mientras se debilitan paulatinamente los demás. Efecto que se magnifica cuando, como en el ejército, se imbuye la marcha con otros elementos que inculcan el esprit de corps, como la utilización de uniformes —en este caso camisas con símbolos comunes o pañuelos de un mismo color— y cánticos pegajosos. Lo cual resulta paradójico, pues tratándose de movimientos que cacarean la consigna de la libertad, emplean repetidamente los medios psicológicos que en las organizaciones militares inculcan el hábito de la subordinación.
Pregunta: Lo que ha dicho en realidad no es exclusivo del 8M, sino aplicable a cualquier ideología moderna que acude a la marcha de protesta como método para manipular a sus simpatizantes.
Respuesta: Así es. El 8M sólo reproduce una metodología conocida desde mucho antes y ensayada por otros. Lo que tiene de especial es la astucia con la que ha logrado su aceptación, llegando incluso a institucionalizarse a través de su anualidad.
Pregunta: ¿Es algo que pueda contrarrestarse, como lo intentan algunos liberales, con la celebración del Día del Hombre?
Respuesta: El llamado «Día del Hombre» es la vergüenza más ridícula imaginable. Espero que desaparezca, incluso del calendario revolucionario, como si nunca hubiera existido.
Lo que realmente tendría un efecto restaurador, tanto en su aspecto externo como interno, es, en primer lugar, un deber de omisión: dejar de promover la participación en las marchas revolucionarias, en todas —no sólo el 8M—. En segundo lugar, un deber de acción: detectar en el calendario litúrgico las celebraciones que promueven el espíritu de piedad, para comenzar a participar en ellas. En tal sentido, la celebración piadosa por antonomasia creemos ser el Día de los Mártires de la Tradición, que se celebra el 10 de marzo, la Festividad de Cristo Rey y la de Nuestra Señora de Guadalupe, victoriosa sobre los demonios que se alzaron contra Dios para liberarse de su autoridad (liberté), igualarse a Él (egalité) y bajo la creencia de que su número justificaría su complicidad en el pecado (fraternité).
Pregunta: Su caso se detonó a partir de una conversación privada que fue revelada a traición. ¿Qué ha reflexionado al respecto?
Respuesta: Yo no quisiera presumir la mala fe de mi interlocutor. Las presiones sociales son muchas y para alguien de su edad, con un carácter insuficientemente formado, son incomparablemente fuertes. Si doblegan a los administrativos de la universidad, ¿qué puede hacer ante ellas alguien de su edad y que está sujeto a las presiones de su ambiente? Mi interlocutor estaba ya haciendo sus pininos en un partido político, y sabemos que en cualquier partido —es un rasgo de la política democrática en general— los pilares de una carrera exitosa son la adulación, el tráfico de secretos y la delación, por lo que podría tratarse, en su caso, de un modus operandi aprendido por imitación. Es verdad, además, que hubo imprudencia de mi parte, tratando con demasiada insistencia de convencerle de desarrollar convicciones más sanas. Como la conversión, no puede forzarse, tiene sus tiempos y depende más de la acción providencial que de uno. Por eso yo prefiero no culparlo de lo ocurrido: el error fue mío y sólo mío.
Por otro lado, para un maestro es imposible no preocuparse por el bien de sus alumnos, pues el magisterio va más allá del desahogo monológico de una serie de contenidos en el aula. No es una relación mecánica. Y menos en nuestra profesión, en que los alumnos acaban, con el paso de los años, trabajando con sus maestros e incluso enfrentándolos —en duelos de gran caballerosidad— en los tribunales. Nuestros tiempos, sin embargo, ya no son proclives al desarrollo de ese tipo de relación. La adulación del maestro en el aula para la posterior maledicencia en los chats grupales es cosa de todos los días, y no hay maestro que lo ignore. Como a San Casiano lo martirizaron sus alumnos clavándole sus estiletes, al maestro de hoy se le ataca con la maledicencia y la difamación sistemáticas. El maestro, sin embargo, el que realmente tiene la vocación de tal, sigue sintiéndose con la obligación moral de intentar encaminar a sus alumnos a la virtud y a la verdad. Y si una universidad no es consciente de ese aspecto del magisterio, se quedará sólo con maestros grises que se limitan a desahogar el temario y se dedican a la docencia sólo porque no tienen alternativa.
Pregunta: ¿Qué se puede hacer para la restauración de las universidades, para que dejen de ser centros de adoctrinamiento ideológico y vuelvan a dirigirse hacia la verdad?
Respuesta: La cuestión tiene muchas aristas y es imposible que alguien pueda resolverlas en su totalidad. Una medida administrativa de implementación relativamente fácil es que cada uno de los funcionarios administrativos de esas instituciones tenga a su cargo una clase, sólo una, para que así deje de tener sólo la perspectiva del Estado Mayor y adquiera también la de la trinchera. Si los funcionarios administrativos de nuestro tiempo tuvieran esa perspectiva, sabrían en qué medida sus políticas directivas erosionan la autoridad del maestro, y verían con sus propios ojos la transformación del ambiente que con ellas propician. Pero sería insuficiente. La cuestión no se puede zanjar con medidas administrativas, sino que requiere entrar a cuestiones de mayor fondo y cuya implementación requiere de una planeación que no hemos realizado.
Lo que nosotros alcanzamos a ver, ya en un plano de mayor profundidad, es la necesidad de «des-democratizar» la enseñanza, pero no en el sentido de aburguesarla —el aburguesamiento es una de las principales causas de la corrupción de la enseñanza en nuestros días—, sino en el sentido de limpiarla del veneno de la mentalidad revolucionaria, del espíritu de 1789.
La educación —toda educación— tiene como fundamento necesario la autoridad pues, como explicaba Rubén Calderón Bouchet, al inicio está basada en la fe del discípulo por el maestro, para transitar después a una autoridad más elevada, en cuanto requiere ulteriormente de un acceso a la fuente de la misma tradición. Ello es radicalmente incompatible con la mentalidad democrática. Platón explicó en La República que en las democracias la función de los maestros se reduce al entretenimiento bufonesco de los alumnos, porque la democracia socava necesariamente la autoridad como principio, aunque esa erosión se produzca de manera gradual y, en consecuencia, los cortos de miras no la perciban.
Para lograr esa limpieza mental, sin embargo, no se puede iniciar con los alumnos, sino que el esfuerzo ha de iniciar en los maestros. El maestro que no se dirija a la Verdad colocándose en calidad de discípulo de la Tradición no es fiel a su vocación y hace un daño gravísimo a la sociedad.
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