Desde el inicio de la aparición de la televisión, por los años cincuenta, los intelectuales le llamaron “la caja boba o el cajón idiota”. Porque observaban cómo comenzaban a cambiar las costumbres sociales y, en vez de que las personas se cultivaran intelectualmente, dedicaban diariamente horas y horas a un medio de comunicación que, en la práctica, ideológicamente no aportaba nada valioso ni invitaba a la reflexión.
Acaba de fallecer el reconocido escritor Ray Bradbury, autor entre otras novelas de “Fahrenheit 451” (publicada en 1953). La temática se centra en un imaginario país donde el gobierno quiere que su pueblo permanezca políticamente controlado y organiza la quema masiva de libros en bibliotecas y casas particulares, con el pretexto de que “los textos angustian e intranquilizan a los ciudadanos”.
Así que se crea una lucha entre los que quieren acabar rápidamente con todo tipo de publicaciones y los que, solapadamente y con el peligro de ser denunciados, conservan sus libros secretamente en sus hogares para no permanecer en la ignorancia.
Al final de esta novela, un grupo de bibliófilos huye al bosque con la finalidad de leer libros, memorizarlos, transmitirlos oralmente a las nuevas generaciones y, con la esperanza de que algún día, se puedan imprimir de nuevo.
No pasa de ser una obra de ficción. Pero Ray Bradbury, con aguda visión crítica, nos comunicaba una de sus inquietudes vitales: que la sociedad perdiera el interés por los libros y la cultura. Y entonces se generara una sociedad de ignorantes, fácilmente manipulables por los gobernantes.
Esto viene a cuento, porque recientemente el filósofo mexicano Jaime Labastida, director de la Academia Mexicana de la Lengua y el escritor español Juan José Millás impartieron una conferencia en Santander (España) que organizaron la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y la Universidad de Cantabria (“El Universal”, sección cultural, página 11, 14-VI-12).
Jaime Labastida aprecia una crisis pero no tanto económica sino de valores donde en vez de destacar figuras del pensamiento y la cultura, se encumbran a “Madonna, muchachitas de plástico que saben mover bien su cuerpo, boxeadores y futbolistas”.
Por su parte el autor Millás externa una preocupación similar a la del escritor Ray Bradbury: si la masa crítica de lectores se redujera al punto de acabar en una sociedad “no lectora”, sería terrorífico para nuestra sociedad.
Ambos humanistas coincidían en señalar que la cultura se encuentra en un estado de desprestigio y que se advierte una especie de acuerdo tácito entre algunos Estados en el sentido que si aparece cualquier situación crítica en la economía, inmediatamente se recortan los presupuestos para las humanidades.
El filósofo Labastida fue todavía más enfático al afirmar que en México percibe un intento de “adormecer” a los ciudadanos para que no tengan “capacidad crítica suficiente y crear así una ‘sociedad de idiotas’ “.
Y es que cuando se realizan encuestas en nuestro país, por ejemplo, sobre cuántos libros leen el término medio de los mexicanos, resulta sorprendente que las respuestas sean: “comencé a leer un libro pero no lo terminé; sólo leí un libro al año…”. Si se comparan estos datos con el número de horas que ellos mismos dedican diariamente a ver televisión, entonces la comparación es verdaderamente abismal.
En mis años de universitario, recuerdo que se hacían grandes tirajes de los clásicos de la Literatura Universal y se ofrecían a los estudiantes a precios módicos. También recuerdo que las charlas de café solían girar en torno a los escritores e intelectuales en boga.
Paulatinamente eso se ha ido perdiendo, en buena parte, porque en un buen número de instituciones educativas no se fomenta el hábito de la lectura y porque el gobierno ha dejado de invertir, en forma notable, en la cultura y en la publicación de libros formativos con precios accesibles al gran público.
Me parece un tema urgente y prioritario el que las autoridades civiles y los educadores siembren en sus ciudadanos y alumnos el interés por cultivar su intelecto mediante la lectura de la ciencia y las humanidades. Porque una sociedad culta y preparada es menos propensa a ser manipulable ideológica y políticamente y, además, tiene una mayor capacidad de respuesta ciudadana.
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