Tiempo de purificación

La profunda crisis por la cual atraviesa la Iglesia chilena está lejos de terminar, tanto por las denuncias que van apareciendo de tiempo en tiempo, como debido a que muchos adversarios suyos, que quisieran borrarla de la faz de la tierra, ven en esta situación una oportunidad ideal para hacer leña del árbol caído.

Por iguales motivos, quienes hasta ahora han visto en la Iglesia un instrumento para escalar socialmente o como una pantalla de idoneidad moral, pronto comenzarán a abandonarla, pues ninguna ventaja terrena podrán obtener de su adhesión interesada en estos momentos y podremos ver así realmente quién es quién dentro de ella. No faltarán incluso quienes se sumarán a las críticas y se convertirán así en los peores inquisidores.

Finalmente, esta crisis será el momento de muchos laicos “comprometidos”, que exigirán a la Iglesia todo tipo de reformas, desde la moralidad hasta los sacramentos. En fin, todo indica que el presente calvario continuará.

Sin embargo, y pese a la vergüenza y el dolor –tanto por la Iglesia como por las víctimas– que no puede dejar de producirle a todo auténtico católico la situación descrita, la anterior es una circunstancia propicia para que todos nosotros, los verdaderamente interesados en el bien de la Iglesia, hagamos una profunda reflexión como creyentes. Y la clave la dio el mismo Francisco, en la dura carta que dirigió a los obispos chilenos en Roma.

En efecto, la esencia del problema es una profunda crisis de fe, que hizo que muchos, incluidos varios prelados, pusieran como centro de su actividad a la Iglesia misma, indebidamente “terrenizada”, considerada lo más importante. Se olvidaron así de lo verdaderamente fundamental: Cristo, su fundador, cabeza y razón de ser.

Dicho de otra manera: esta “terrenización” de nuestra Iglesia se debe a que en buena medida, muchos olvidaron cuál es su misión fundamental, impostergable, al lado de la cual todo lo demás es añadidura: la salvación de las almas. Es esa y no otra su tarea principal: lograr que los hombres y mujeres de este mundo logren la bienaventuranza eterna.

Si lo anterior suena extraño, obsoleto o pasado de moda, ello es la mejor prueba de lo que estamos diciendo: que dentro de buena parte de la Iglesia, se perdió la brújula, se puso lo accesorio en el lugar de lo principal y se terminó cayendo en una auténtica idolatría, al adorar a ídolos (el poder, la imagen, los problemas sociales, etc.), no a Dios mismo.

Por tanto, y reiterando el profundo dolor que la actual situación produce y no puede dejar de producir a un auténtico católico, ella es una muy buena oportunidad para “ordenar la casa”, como se dice y asistidos por el Espíritu Santo y por María, poner realmente a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas.

Es, en suma, un doloroso pero necesario proceso de purificación, para soltar lastre y expulsar todas aquellas impurezas que han nublado nuestra visión y oscurecido nuestro juicio. Un tiempo para crecer en la tan necesaria humildad y volver a ser realmente instrumentos de Dios.

Pero para ello, es necesario que salga toda esta suciedad, toda esta miseria humana que tanto daño ha hecho, tal como es necesario que salga todo el pus de una herida para que ella, con la ayuda de Dios, realmente sane. Amén.

Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Profesor de Filosofía del Derecho
Universidad San Sebastián

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