Una creciente autocracia

De manera muy simple, se llama “autocracia” al poder que es impuesto desde arriba a los ciudadanos (como era el caso de las monarquías absolutas del “ancien régime”), que, de acuerdo con las teorías modernas, se opone a la “democracia”, en la cual, supuestamente, el poder viene desde abajo, al emanar del pueblo, quien lo manifiesta mediante las elecciones periódicas de sus representantes y eventualmente con plebiscitos o referendos.

            Así, al menos en Occidente, en la actualidad se considera legítimo un régimen democrático (sin importar sus decisiones, al haberse dado más importancia al medio que al fin) y tiende a mirarse con malos ojos a aquellos países carentes del mismo, salvo, curiosamente, ciertas excepciones muy calificadas, como Cuba o Corea del Norte, que suelen recibir bastante pocas críticas por su situación.

            De esta manera, en términos rousseaunianos, la democracia equivaldría a una “autoobediencia”, al ser el pueblo el titular del poder, de un poder clásicamente llamado “soberano”, esto es, que no reconoce nada sobre sí mismo.

            Ahora, como resulta obvio, se hace absolutamente necesario lograr una convivencia pacífica y cooperativa a nivel internacional entre estos poderes soberanos, lo que ha hecho que diversas instancias supranacionales adquieran cada día más importancia, tanto para mantener o restablecer la paz, como para enfrentar problemas comunes.

            Sin embargo, con el correr del tiempo y el creciente papel de estas instancias internacionales, los Estados han ido perdiendo cada vez más soberanía, y por lo mismo, los pueblos su poder. De ahí que, en el fondo, este proceso, que parece encontrarse muy lejos de terminar, está produciendo un nuevo poder autocrático, el internacional.

            En efecto, en diversas instancias y foros internacionales (como, por ejemplo, la reciente cumbre del G20, llevada a cabo entre el 15 y 16 de noviembre último), se han acordado una serie de medidas de todo tipo (seguridad alimentaria y energética, clima y biodiversidad, sanidad, etc.), que debieran incidir en mayor o menor medida en las políticas y medidas concretas de prácticamente todos los países del mundo.

            Ahora bien, resulta evidente que, ante problemas globales, es absolutamente necesario el entendimiento y la colaboración mutua entre los afectados, puesto que como muy bien dice el refrán, “la unión hace la fuerza”. Sin embargo, resulta imposible no percibir, y de manera creciente, un modus operandi cada vez más autocrático a este respecto, puesto que las políticas y medidas prácticamente se imponen a poblaciones enteras sin consultarles, superponiéndose muchas veces a sus propias decisiones democráticas.

            Es por eso que estamos asistiendo, se quiera o no, a lo que podría considerarse los inicios de un gobierno autocrático internacional, que por lo mismo, impone sus decisiones a los países, sin que sus habitantes tengan la más mínima participación en su determinación.

            Y es esto lo que hay que arreglar de alguna manera, pues si hoy tanto se aboga por la democracia como la única forma legítima de gobierno, llama profundamente la atención que no ocurra lo mismo con esta creciente injerencia de instancias internacionales. Instancias no sólo que nadie controla, sino que además y por regla muy general, resultan absolutamente desconocidas para la ciudadanía.

Max Silva Abbott

Doctor en Derecho

Profesor de Filosofía del Derecho

Universidad San Sebastián

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