Una creciente sensación de orfandad

Los recientes, abundantes y abultados escándalos que aquejan al gobierno por la asignación irregular de fondos públicos a una serie de entidades de su tendencia ideológica, no hacen más que acrecentar la profunda sensación de orfandad política que aqueja al mundo occidental en general y a nuestra sociedad en particular, todo lo cual hace preguntarse cuánto tiempo más aguantará este sistema político en el que otrora se colocaran tantas esperanzas.

            En efecto, la diferencia entre el Estado y una “banda de ladrones”, para utilizar una vieja comparación del pensamiento político clásico, se hace cada vez más tenue al compás de los acontecimientos, lo cual ha hecho paulatinamente que muchísimas de las personas más preparadas de un país no sólo decidan no dedicarse a la política y al servicio público, sino que huyan de ellos como de la peste. Con lo cual, muchos de los lugares que van quedando vacantes son ocupados por personas inidóneas, cuando no de dudosa reputación moral, como prueban los aludidos escándalos, que de tanto en tanto sacuden nuestra realidad nacional y a veces incluso en el caso de otros países, la internacional.

            Pero además de este lamentable y ya viejo fenómeno, hay que agregar otro que al menos ahora se está haciendo cada vez más evidente, si bien seguramente es bastante más antiguo de lo que se piensa: el creciente servilismo de buena parte de nuestros gobernantes respecto de instancias internacionales, oficiales o no, que van pauteando de manera cada vez más profunda su actuación. De esta manera (es cosa de ver, por ejemplo, la notable injerencia que ha tenido la ONU en nuestros procesos constituyentes), al menos buena parte de la casta política termina obedeciendo a “otros amos”, ajenos, ignorados e incluso contrarios a la voluntad popular, que usando su incuestionable poder, buscan acrecentarlo a su costa.

            Por lo tanto, ambos fenómenos –que parecen estar mucho más conectados de lo que se piensa– van produciendo una creciente desafección y apatía de la ciudadanía, manifestada en buena medida en la alta abstención que regularmente aqueja a las votaciones populares. Lo cual también pareciera explicar los sorpresivos resultados de las dos últimas votaciones obligatorias, al menos para la clase política, que han sido exactamente opuestas a sus predicciones y anhelos, en una clara muestra de voto de castigo hacia la misma.

            Ahora bien, parece claro que un sistema político no puede mantenerse eternamente si su credibilidad, prestigio y funcionamiento van sufriendo una constante y creciente decadencia. A fin de cuentas, todo parece indicar que el voto popular tiene cada vez menos sentido, tanto porque la clase política lo utiliza para ir a lo suyo, o porque existen instancias foráneas que son las que toman las decisiones verdaderamente importantes. De este modo, el papel de la ciudadanía se hace meramente decorativo y va pareciéndose cada vez más al de los simples siervos de la gleba, que deben romperse el espinazo para producir y mantener todo este sistema. Por tanto, a menos que se atonte a la ciudadanía o se caiga en un totalitarismo camuflado, en algún momento esta masa popular debiera al menos tratar de hacer algo a fin de tener un grado de influencia aceptable en las decisiones que la afectan.

            Evidentemente, nadie sabe qué depara el futuro; pero lo claro es que el actual sistema cada vez se aleja más de lo que dice ser y se va pareciendo al gobierno de una oligarquía, nacional e internacional, que sólo vela por su propio interés.

Max Silva Abbott

Doctor en Derecho

Profesor de Filosofía del Derecho

Universidad San Sebastián

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