Como resulta natural en un proceso constitucional como en el que nos encontramos hace ya tanto tiempo, a medida que se acerca la fecha de la necesaria decisión popular que dirima si se acepta o no el proyecto presentado, los ánimos se enardecen en todos los sectores, quienes hacen esfuerzos cada vez más potentes por atraer a los indecisos a su bando, que, de acuerdo con las encuestas, todavía representan un alto porcentaje del universo electoral. Y al mismo tiempo, el debate, absolutamente necesario en cualquier sociedad libre y democrática, tiende a seguir el mismo cauce, no faltando las descalificaciones personales y argumentos más emotivos que racionales en no pocos casos.
Sin embargo, al margen del veredicto que surja de las urnas el próximo 17 de diciembre, ya existen sectores de izquierda que han adelantado que desconocerán el resultado que logre triunfar, cualquiera que este sea.
De este modo, algunos han dicho que, si gana el “En Contra”, lejos de significar dicho resultado el cierre del actual proceso constituyente, continuarán su lucha con el objetivo de iniciar uno nuevo, a fin de proponer, ahora sí, el texto que, según ellos, Chile necesita. Y por otro, hay sectores que señalan que en caso de ganar el “A Favor”, surgiría un nuevo estallido social similar al de hace 4 años, con lo cual, en el fondo, están chantajeando el resultado para influir en él.
En consecuencia, para estos sectores, daría exactamente igual que decida la ciudadanía en las urnas, pues lo verdaderamente fundamental para ellos, es obtener “su” constitución, sin importar cómo ello se logre. Mas, de ser así, ¿para qué diantres se está haciendo participar a la ciudadanía en una decisión de esta naturaleza? ¿O es que la voluntad popular sólo vale si avala sus deseos? Con semejante actitud, mejor sería imponer una constitución “por secretaría” y olvidarse de la voluntad popular.
Una situación como esta no deja de ser compleja y en realidad es gravísima, pues indica, en el fondo, que, para estos sectores, la democracia sólo sería legítima y respetada si avala lo que ellos ya han decidido de antemano, con lo cual más que ser propiamente un “veredicto” popular (que puede aceptar o rechazar libremente lo que se le propone), vendría a ser una especie de obediente y sumiso “legitimador” de dichas decisiones. No vaya a ser que se enojen quienes en teoría se dicen respetuosos defensores de dicha voluntad popular.
O para decirlo en términos coloquiales y muy criollos, un proceso constituyente como este sería algo parecido al famoso “mono porfiado”, que insiste machaconamente en su postura, volviendo a la carga una y otra vez, sin descansar hasta conseguir su objetivo.
De este modo, surge la razonable duda de quién está al servicio de quién y de manera más profunda, si realmente se respetan las decisiones populares.
De hecho, si ya resultan problemáticas, por un lado, la creciente influencia de organismos internacionales (sobre todo de derechos humanos) sobre los cuales la ciudadanía no tiene ninguna injerencia, y por otro, la forma en que muchas veces se presentan las alternativas a la ciudadanía (al inducir la respuesta que se desea), parece forzoso concluir que hoy estamos asistiendo a una creciente crisis de nuestros sistemas democráticos. El problema es que hasta ahora, no conocemos un sistema mejor que éste.
Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Profesor de Filosofía del Derecho
Universidad San Sebastián
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