Como resulta lógico, mientras más alta sea una norma jurídica en cualquier país –partiendo por su constitución–, mayores deben ser los requisitos exigidos para su creación, modificación o derogación. Y al revés, mientras más se descienda, dichas exigencias deben morigerarse de manera proporcional a la jerarquía de la disposición afectada.
A su vez, y por razones fundamentales de funcionamiento de cualquier ordenamiento jurídico, las normas más importantes son las más generales, al establecer los grandes lineamientos de las materias que regulan. Por eso requieren del auxilio de otras normas de menor importancia, que desarrollan un cúmulo de aspectos que a las primeras no corresponde organizar, precisamente debido a su generalidad. Sin embargo, lo importante es que la norma inferior sigue los lineamientos de la superior, a fin de lograr una armonía entre ambas.
Así, la Constitución delega ciertos contenidos para ser desarrollados por la ley, la que a su vez hace lo mismo con un decreto o un reglamento, por ejemplo. Por tanto, hay una relación directamente proporcional entre mayor jerarquía, mayor generalidad y requisitos más exigentes para la creación, modificación o extinción de la norma respectiva.
Por iguales razones, mientras más arriba se afecte a un ordenamiento jurídico, más grandes serán los efectos colaterales que dicha acción tendrá, respecto de todas las normas inferiores que dependan de aquella, en un verdadero “efecto dominó”.
Ahora bien, este mismo criterio de exigir mayores requisitos, también debiera aplicarse para la elección de quienes tendrán la delicada tarea de redactar una nueva Constitución. O si se prefiere, no parece lógico que sean elegidos como cualquier otro cargo público, en atención a la misión mucho más importante que les está encomendada.
En efecto, en los demás casos, los funcionarios elegidos desempeñarán su papel de acuerdo con la normativa que exista durante el transcurso de su desempeño. En cambio, los redactores de una nueva Constitución serán los encargados de determinar dicha normativa, estableciendo así las reglas del juego para todos. De ahí que resulte contradictorio que ante tareas tan disímiles, el procedimiento de elección de unos y otros sea el mismo.
A lo anterior se añade el hecho que del padrón electoral, que llega casi a los 15 millones, votaron apenas 6.3 millones (o sea, un 41,5%), de los cuales hubo casi 500.000 votos en blanco (3.2%). Así, terminó sufragando finalmente el 38.3%.
Todo ello explica que haya candidatos a cargos muy inferiores en importancia, que fueron elegidos con muchos más votos que varios constituyentes, al punto que algunos de estos últimos no superaron los mil o dos mil votos. De hecho, pocos superaron los 15.000.
En este sentido, pues, nuestro sistema electoral pareciera llamar a la dispersión de votos, quitando así bastante representatividad a quienes resultan elegidos gracias al mismo.
Por tanto, estamos ante dos problemas graves, que al juntarse multiplican su importancia de forma exponencial: que por su mayúscula trascendencia, la elección de constituyentes no debiera regirse por las mismas reglas de una elección ordinaria; y que el sistema electoral tiene una falla, al propender a la dispersión. Del momento en que un concejal saca más votos que un constituyente, algo no funciona bien.
Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Profesor de Filosofía del Derecho
Universidad San Sebastián
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