Cual pesadilla inesperada e inimaginable, el Covid-19 está haciendo trastabillar e irse de bruces a nuestro dinámico mundo, que en una carrera cada vez más acelerada, parecía haberse olvidado de la posibilidad que su loco frenesí pudiera interrumpirse o incluso detenerse alguna vez.
Y es eso lo que está pasando, puesto que en atención a las características de esta pandemia, el mundo, literalmente, tendrá casi que paralizarse para poder aminorar sus daños.
En realidad, la actual situación es completamente inédita, tanto para las actuales generaciones, como también de cara a la historia humana. Para las actuales generaciones, pues el último escenario similar fue la Gripe Española, de 1918, razón por la cual no hay nadie vivo que la recuerde; y para la humanidad, pues nunca antes se había dado una situación de esta naturaleza en un mundo absolutamente interconectado y mutuamente dependiente, en que la distancia y el tiempo casi han desaparecido. De hecho, y sanitariamente hablando –en atención a lo altamente contagioso del virus–, más que hablar de una “aldea global”, sería tal vez más conveniente hablar de una “habitación global”.
Por tanto, tenemos que prepararnos para algo desconocido y nuevo para la gran mayoría de la población: el tener que dejar de interactuar con extraños (o mejor dicho, con personas ajenas al ámbito familiar más cercano) y, literalmente, encerrarnos en nuestros hogares, cambiando además, muchísimos aspectos de nuestro estilo de vida para evitar el contagio y ayudar a quienes sean afectados por él.
Pero al mismo tiempo, puesto que se nos fuerza a bajarnos de este “carrusel del mundo”, ello nos obligará también a mirarnos más a nosotros mismos y a quienes nos rodean, exigiéndonos ayudarnos unos a otros en aspectos tan esenciales e importantes como la salud y la vida.
En suma, si algo bueno cabe de todo esto, es que podemos adquirir una buena cuota de realismo, tocar las fibras más importantes de la existencia, y de valorar en su verdadera importancia las relaciones humanas más cercanas. Ello, pues estos aspectos tan básicos, a menudo parecen eclipsarse –al punto de casi no ser considerados– por esta vorágine a la cual nos hemos acostumbrado y que hoy el Covid-19 nos obliga a para en seco.
Es por todo esto y mucho más, que las semanas que se nos vienen pueden ser una muy buena, aunque forzada oportunidad, para poner las cosas en su sitio y darnos cuenta de lo que es realmente importante (la vida y salud, propia y de nuestros más cercanos, así como las relaciones interpersonales con ellos) y de lo que es accesorio (todo lo demás). En suma, un período de purificación (una “corocuaresma”), o si se prefiere, de desintoxicación de tanta banalidad que nos consume y que en muchos casos, hace perder el rumbo.
Por último, lo anterior debiera hacernos más humildes, al demostrarnos que no todo está bajo nuestro control y que existen muchas variables –más de las que creemos– que no dependen de nosotros y son, en suma, un regalo –inmerecido tal vez–, que vienen a ser la base que sostiene el mundo que hemos construido. Un mundo que creemos muy sólido, pero que puede derrumbarse ante esta realidad incontrolable, según parece estar ocurriendo hoy, como un castillo de naipes.
Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Profesor de Filosofía del Derecho
Universidad San Sebastián
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