Una furiosa intolerancia

El nivel de odiosidad que desde hace un buen tiempo manifiestan de modo creciente los sectores autodenominados progresistas hacia las posturas conservadoras, y de manera más general, respecto de quienes no adhieren con sus ideas, se está volviendo francamente inaceptable, al punto que resulta lícito preguntarse si una actitud semejante es compatible con el sistema democrático.

            En efecto, al parecer el autoconvencimiento de estos sectores de estar en posesión de una única verdad, evidente e incuestionable, además de una supuesta superioridad moral, está haciendo no sólo que su intolerancia hacia sus oponentes llegue a niveles patológicos, sino que incluso los ciegue ante la realidad. Sólo ello parece explicar su absoluta ofuscación, manifestada en toda clase de insultos, descalificaciones y amenazas, al punto que no pareciera caberles en la cabeza que alguien pueda pensar de un modo distinto al suyo sin estar loco o ser un miserable. O si se prefiere, da la impresión que se consideran a sí mismos la única alternativa válida en el ámbito político, y en realidad, más que “alternativa”, una “vía obligada”, pues por lo que se ve, no están dispuestos a “alternar” el poder con nadie.

            Episodios como la postulación a la Corte Suprema de Estados Unidos del juez Cavanaugh o la candidatura de Bolsonaro en Brasil, son dos claros botones de muestra de lo que venimos diciendo. En estos y otros muchos casos, el nivel de absoluta odiosidad, expresada de manera particularmente virulenta por la prensa afín –al punto que incluso le faltan palabras a los titulares de sus noticias para destilar odio–, prueban lo anterior.

            Así las cosas, ¿se puede realmente dialogar con una postura semejante? ¿Es posible esperar algún grado de colaboración, si como consecuencia de decisiones democráticas legítimas, llegan a ser oposición en un país? ¿Son fiables las “noticias” que divulgan los medios de comunicación afines? ¿Hasta qué punto lo que nos dicen es realmente cierto? O si se prefiere, ¿cuántas hechos nos ocultan?

            En el fondo, lo anterior se debe a lo que podría considerarse un “despotismo ilustrado” del actual progresismo, es decir, aquel fenómeno en virtud del cual, los gobernantes o quienes aspiran a serlo, consideran que poseen por sí mismos y al margen o incluso en contra del querer popular, la visión correcta de las cosas y por ende, la solución a todos los problemas. Es por eso que se llamó a esta actitud “un gobierno para el pueblo pero sin el pueblo”. Ello explica su creciente aislacionismo, cuando no desinterés o incluso franco desprecio por los reales intereses y problemas –a veces acuciantes– de vastos sectores de la población.

Y como resulta obvio, cansadas estas masas de no ser oídas, aburridas de ser embaucadas con promesas electorales que luego se incumplen, viendo los errores, malas políticas e incluso corrupción de varios representantes de estos sectores, no han podido menos que poner sus esperanzas en posturas “políticamente incorrectas” (“incorrectas” para los progres, se entiende). Ello explica el surgimiento de estos “malévolos” personajes que tanto odia este sector, el cual cegado por su ofuscación, los ataca con nuevos insultos, descalificaciones y amenazas. El problema es que quienes obran así, parecen no darse cuenta que están insultando, descalificando y amenazando también a las masas que han optado por ellos, ahondando así aún más el fenómeno descrito.

Max Silva Abbott

Doctor en Derecho

Profesor de Filosofía del Derecho

Universidad San Sebastián

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