El reciente y aún no terminado debate producido con motivo de las diferentes opiniones que suscita el Museo de la Memoria (en realidad y por desgracia, varios otros temas podrían haber dado origen a esta disputa), muestra que a pesar que se señala con orgullo que vivimos en un mundo mucho más libre que el de nuestros antepasados, al punto que casi nos horrorizamos por prácticas de antaño, los hechos muestran exactamente lo contrario: que estamos asistiendo a una paulatina imposición de una “verdad oficial” contra la cual está prohibido disentir, incluso en aspectos mínimos o casi triviales.
En efecto, actualmente existen sectores que quieren imponer a como dé lugar, “su” visión de la historia, “su” visión de los derechos humanos, “su” visión de la familia, “su” visión de la vida y un largo etcétera. De manera preocupante, en todos estos temas estamos asistiendo a una actitud cada vez más intransigente de quienes defienden lo “políticamente correcto”, al punto que el debate se va haciendo cada vez más difícil, cuando no imposible, no en atención a argumentos y demostraciones, sino como resultado de amenazas, boicots, agresiones e incluso leyes que castigan severamente el pecado de pensar diferente.
Y la excusa suele ser que con tales o cuales opiniones, argumentos o puntos de vista “políticamente incorrectos”, se ofende o hieren los sentimientos de determinados grupos o personas, con lo cual, para no pasarlos a llevar, se obliga a callar. El movimiento ha crecido exponencialmente y en la actualidad, se está haciendo cada vez más común incluso criticar por este mismo motivo, situaciones del pasado, a veces lejano, aplicándole criterios del presente; como por ejemplo, cuando hace poco en Estados Unidos, se revocó un premio dado hace años a una escritora ya fallecida, en atención a que algunos pasajes de sus escritos son hoy considerados racistas.
El problema, como resulta obvio, es que es casi imposible que lo que alguien piense u opine no pueda de alguna manera ofender o desagradar a otros, por la sencilla razón que todos somos diferentes y tenemos derecho a pensar distinto. Sin embargo, los conceptos de discriminación e intolerancia hoy campean a sus anchas, cual inquisidores, para defender lo “políticamente correcto”, buscando dejar fuera de combate a quien se salga de los márgenes de lo que se nos está permitiendo pensar u opinar.
Sin embargo, con este modo de proceder, la atmósfera de nuestras sociedades se va tornando cada vez más irrespirable, pues se hace casi imposible no salirse del “cuadrilátero de lo permitido”. Además, con semejante actitud, la misma democracia se va haciendo una farsa, pese a que se la considera una de las mayores conquistas de nuestro tiempo en pro de la libertad y la tolerancia. Y es incompatible con esta intransigencia, se insiste, porque es precisamente el libre juego de las opiniones y concepciones diferentes lo que fundamenta y da su razón de ser a la misma democracia, ya que si se impone una verdad oficial contra la cual está prohibido disentir, ¿entre qué verdaderas alternativas podríamos elegir realmente?
Por eso, no hay nada más perjudicial para una sociedad, que un sector de la misma pretenda encerrar, mutilar o ahogar la verdad, pues tanto para las personas como para las sociedades, sólo la verdad, la auténtica verdad, aunque incomode, nos hace realmente libres.
Max Silva Abbott Doctor en Derecho Profesor de Filosofía del Derecho Universidad San Sebastián
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