Unos derechos cada vez más ideologizados

Recientemente, el Ministerio de Educación ha señalado que la formación que los padres inculcan en sus hijos sería “discriminatoria” en materia sexual, al punto que ellos estarían viviendo en “ambientes discriminatorios”, razón por la cual, ¡oh sorpresa!, debe ser el Estado quien se encargue de terminar con tan lamentable situación y superarla al más puro estilo estaliniano, mediante el adoctrinamiento considerado “correcto”, echando por tierra el derecho preferente de los padres de educar a sus propios hijos, tal como ya está ocurriendo, por lo demás, con la ESI (“Educación Sexual Integral”).

            Así, se gastan recursos en este supuesto problema, mientras al mismo tiempo la educación de nuestros jóvenes enfrenta situaciones mucho más acuciantes y urgentes, como la propia calidad de la formación que reciben, la deserción escolar, la violencia dentro de las aulas o la toma de diversos establecimientos, a fuer de varias dificultades que aquejan al actual profesorado. Sin embargo, parece que el Ministerio, como por lo demás buena parte de nuestra clase política, viviera en un mundo paralelo, importándole poco o incluso nada los reales desafíos que debieran enfrentar y para los cuales existen.

            Ahora bien, más allá del ya indisimulado totalitarismo que muestran actitudes y declaraciones como ésta, una cosa que debe aclararse es por qué se produce tanta insistencia en este tema, no sólo por la existencia de otros problemas mucho más urgentes, sino además, porque si algo caracteriza a nuestras sociedades, es la coexistencia de muchas visiones distintas del bien y del mal, o como se lo ha llamado tradicionalmente, existir en ellas un notable “politeísmo valórico”. Por tanto, si es así –es cosa de ver la realidad–, ¿de dónde extrae el Estado el fundamento no sólo para manifestar la visión que él considera “correcta”, sino también para tratar sin tapujos ni rodeos de imponerla a toda esta heterogénea sociedad?

            La razón, tanto para justificar este y otros asaltos ideológicos en el mundo de hoy, son los llamados “derechos humanos”, instituto ante el cual todos deben inclinarse y nadie puede criticar. Así, en un maremágnum de concepciones distintas y hasta antagónicas del ser humano y del mundo, estos “derechos humanos” emergerían como una isla de objetividad, como una sólida roca para asentar y organizar nuestras sociedades (pues no se puede edificar sobre arenas movedizas), que tendrían una prioridad absoluta sobre cualquier otra concepción, por muy mayoritaria que sea, o si se prefiere, tienen una especie de priority pass.

            El problema es que en la actualidad estos “derechos humanos” no son una realidad objetiva que debe ir descubriéndose con el correr del tiempo, sino que se van construyendo y reconstruyendo de manera constante, no por nuestras autoridades, sino por lejanos, incontrolados e ideologizados organismos internacionales que han acabado monopolizando la interpretación de los tratados que los consagran, suscritos en su momento por los Estados.

            De esta manera, estos organismos casi invisibles se han ido convirtiendo en los guardianes o censores del mundo, que determinan según su ideario ideológico, cuáles son los derechos humanos, quién los cumple y quién no. Todo lo cual les da un enorme poder sobre los Estados, pese a que no tienen mecanismos fuertes para obligarlos a acatar sus decisiones.

            Sin embargo, la gran pregunta es por qué pese a lo anterior, casi toda la clase política de Occidente les obedece a ellos a pies juntillas y no a quienes los han elegido en las urnas.

Max Silva Abbott

Doctor en Derecho

Profesor de Filosofía del Derecho

Universidad San Sebastián

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