¿Vamos a ponernos la soga al cuello?

Conocido el borrador de la nueva Constitución que se someterá a votación popular en septiembre, ya no caben dudas ni es necesario hacer vaticinios respecto de lo que su aprobación significará para el futuro de nuestro país. El solo texto ya revela muy a las claras el nefasto rumbo que seguirá Chile en caso de ser aprobada dicha propuesta.

            Ante todo, una cosa que llama la atención luego de un primer análisis “al voleo” del texto propuesto, es el rol absolutamente aplastante y omnipresente que se asigna al Estado en la regulación y fiscalización de prácticamente todo. Lo cual se encuentra muy lejos –cuando no en las antípodas– del principio de subsidiariedad propugnado por la actual carta Fundamental, que deja un buen espacio a la libertad de los ciudadanos para resolver sus propios asuntos. No solo por ser los primeros interesados en esos problemas y muchas veces comprenderlos de mejor manera que una lejana y no pocas veces ideologizada autoridad, sino además, por ser al mismo tiempo un buen escudo para evitar los abusos de esa misma autoridad. A fin de cuentas, las instituciones están conformadas por personas, iguales que nosotros, y por ello, con nuestras mismas virtudes y defectos, lo que hace temer con justa razón un posible abuso de su parte, al tener de su lado el poder del Estado para cometerlo.

            Pero además, el texto propuesto, lejos de ser, como se prometía en un principio, una “casa común” para todos los chilenos, no solo no lo es, sino que nos divide profundamente en multitud de aspectos, partiendo por las diferentes nacionalidades que dice reconocer. Con lo cual, en el fondo nos pone a unos en contra de otros, generando incluso instituciones distintas para cada etnia, como su propio sistema de justicia, por ejemplo. Igualmente, la existencia de los gobiernos regionales termina haciendo de nuestro país casi un mosaico de territorios semiindependientes, que en nada contribuye a nuestra unidad como Estado no solo frente a nosotros mismos, sino de cara al resto del mundo.

            Por último (y se comentarán otros aspectos en columnas venideras), este Estado omnipresente que no confía en la libertad de las personas y que pretende casi dejarnos en una especie de interdicción, se compromete a una cantidad de cosas tan impresionante, que uno no puede menos que preguntarse de dónde se sacarán los cuantiosísimos recursos que exige cumplir siquiera una mínima parte de esas promesas. Todo lo cual, lejos de satisfacer las necesidades que dice querer resolver, será fuente de nuevos y complejos conflictos, al sentirse sus supuestos beneficiados, literalmente estafados por dichas promesas constitucionales.

            En suma, además de convertir a Chile en un Estado totalitario, secuestrado por una ideología estatalista que no representa ni de lejos a la mayoría de los chilenos, equivale, tal como lo demuestra la historia –lejana y cercana, pasada y reciente– a ponernos la soga al cuello, truncando el camino de progreso que hemos tenido en las últimas décadas y que ha causado la admiración de muchos de nuestros vecinos, por fórmulas fallidas una y mil veces, que podrían poner a nuestro país en un camino sin retorno y perder las actuales libertades a las cuales tanto nos hemos acostumbrado. Libertades que muchos consideran como algo evidente y que no puede perderse, pese a que la historia ha mostrado mil veces lo contrario.

Max Silva Abbott

Doctor en Derecho

Profesor de Filosofía del Derecho

Universidad San Sebastián

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