Mientras en nuestro país se busca despenalizar el aborto en ciertas causales, asegurándose que no se ampliará en el futuro ni se convertirá en un derecho de libre demanda (cosa que contradice la realidad mundial), en países más avanzados en esta materia se ha llegado a situaciones francamente indescriptibles.
En efecto, en Estados Unidos, y luego de una investigación realizada por The Center for Medical Progress (una asociación que vela por la ética médica), se ha destapado un escándalo de proporciones, al hacerse público un macabro negocio de tráfico de órganos de bebés abortados que Planned Parenthood –para muchos, el mayor promotor del aborto del mundo–, ha estado realizando durante años.
De hecho, a tal nivel de sofisticación ha llegado este dantesco negocio, que las técnicas abortivas varían dependiendo de cuáles sean los órganos que se pretende obtener, para lo cual se monitorea el proceso ecográficamente.
Así, corazón, hígado, pulmones o algunas extremidades, dependiendo de la demanda de los laboratorios interesados, son sacados intactos para su posterior venta, pese a estar prohibido el tráfico de órganos humanos en Estados Unidos. En consecuencia, estas lucrativas ventas se suman al ya millonario negocio del aborto propiamente dicho, con lo cual se demuestra que la ambición y el descaro no tienen límites.
¿Resulta sorprendente esta situación? En realidad, no. Y no lo es, porque la raíz de la mentalidad abortista es siempre la misma: la cosificación del no nacido, el desconocimiento de su inherente calidad de persona. Por mucho que se maquillen sus causales o se prometa que se legislará solo para casos muy acotados, esta despersonificación resulta evidente, pues si de verdad se considerara al no nacido como uno de nosotros, sería imposible tratarlo como en los hechos se hace.
Es por eso que se ha dicho mil veces que el derecho a la vida del otro depende de su misma existencia, de una cualidad intrínseca suya, no de lo que piensen, sientan o quieran los demás a su respecto. De ahí que no se pueda matar a un ser humano inocente porque nos estorbe, produzca fastidio, odio, o porque su presencia altere o trunque nuestros planes de vida. Si de verdad estamos ante “otro yo”, no nos queda más que respetarlo, por mucho que cueste.
En consecuencia, este horroroso escándalo no es más que el lógico desenlace de no querer reconocerle al no nacido –arbitraria e injustamente– su calidad de “otro yo”. Es así cuestión de tiempo para que por esta pendiente resbaladiza, el aborto se convierta en un derecho de libre demanda y se utilicen los restos de estas víctimas inocentes –considerados como simple material biológico– para cualquier tipo de fin. ¿Qué vendrá después?
Max Silva Abbott Doctor en Derecho Profesor de Filosofía del Derecho Universidad San Sebastián
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