Tengo muy grabado en los recuerdos de mi infancia, la actitud de algunas señoras casadas. Durante la mañana no se arreglaban bien ni se maquillaban mínimamente sino que solían vestir con bata, tubos en el pelo y chanclas. Con ese singular atuendo realizaban el aseo de la casa, preparaban los alimentos y atendían al jardinero y a cuantas personas que visitaban su domicilio.

Antes de la comida, se metían a la regadera y se vestían desaliñadamente. Se peinaban “a la carrera” y no  embellecían su rostro. No guardaban ninguna dieta y era común observar a señoras obesas.

Para colmo de males, en ese entonces, estaba de moda guardar largas temporadas de luto o semiluto por el fallecimiento de un ser querido. Con lo cual, la costumbre era vestir largas temporadas de negro.

Afortunadamente las cosas han cambiado: ahora las madres de familia cuidan de llevar una dieta balanceada, de hacer ejercicio o practicar algún deporte.

Además, visten y se arreglan con mayor elegancia y corrección. En buena medida porque ahora la mayor  parte de las mujeres ejercen un trabajo profesional y su condición laboral les exige ir presentadas lo mejor posible.

Dice el dicho que: “La mujer compuesta, saca al hombre de otra puerta”. Es una gran verdad. Porque a cualquier esposo –por más que pasen los años- le agrada que su mujer vista y se maquille adecuadamente.

Y viceversa, hay maridos que piensan que por el hecho de estar casados pueden hablar, comportarse o actuar de cualquier manera “porque se está en confianza” y eso  es un error.

De igual forma, a toda esposa le agrada que su cónyuge guarde la línea, se vista con propiedad y adecuadamente para cada circunstancia. No se justifica el abandono personal, como son, esas “panzas exageradamente voluminosas” o el vestir de modo desenfadado.

¿Cuál es el trasfondo de todo esto? Que la elegancia en el vestir, en el actuar, en el comportarnos -en primer lugar- en nuestro entorno familiar, conlleva un gran amor y respeto hacia nuestros seres queridos.

Me acuerdo de la anécdota de un compañero de clase en la Primaria, que cuando le pedía un libro o unos  apuntes y lo acompañaba a su casa, invariablemente me pedía que lo esperara en la puerta y me comentaba: “Ahora no pases, porque mi mamá está haciendo la limpieza”. Yo intuía perfectamente que a aquel amigo le daba mucha pena que me encontrara a su madre vestida de modo inapropiado, siendo casi ya la hora de la comida.

Leyendo la biografía de la diseñadora de modas española, Encarnita Ortega, me abrió todo un nuevo horizonte sobre este aspecto tan importante cuando afirma en su libro que el vestido tiene que reflejar la grandeza de nuestro espíritu. Todos los seres humanos tenemos un alma que es inmortal, creada por Dios. Y que el vestir con elegancia es la mejor manera de ser congruentes entre nuestra parte espiritual y la corporal.

Por otra parte, es innegable que en ocasiones nos podemos sentir cansados, fastidiados o un  poco enfermos y tenemos la tentación de ceder a lo que resulta más cómodo: el autoabandono personal.

Pero no hemos de olvidar que cuidando esos detalles –aparentemente pequeños- es un modo de mostrar a los demás que los queremos, que los valoramos, que los apreciamos.

De igual forma, es una manera de manifestar que nos tenemos autoestima, que nos respetamos a nosotros mismos. Todo esto contribuye, sin duda, a tener una mejor convivencia familiar.