¿Es invulnerable la democracia?

Para nadie constituye una sorpresa el creciente desprestigio y desencanto que afecta actualmente al sistema democrático, no solo dentro de nuestro país, sino a nivel global, según muestran varios estudios de diversos observatorios internacionales. Y dentro de esta tendencia, los partidos políticos son tal vez la institución peor evaluada por la ciudadanía.

            Lo anterior ha hecho que cada vez mayores porcentajes de la población no se muestren tan disconformes con regímenes autoritarios o al menos, que se acerquen a dicho carácter, puesto que consideran que los actuales sistemas democráticos no están cumpliendo su deber de manera adecuada: lograr el mayor bienestar posible para sus ciudadanos.

En realidad, tal vez la palabra que mejor engloba y representa los múltiples factores que explican esta crisis y el actual desencanto, es “corrupción”. La corrupción ha irrumpido así, en todos los niveles y en todas las formas imaginables, convirtiéndose en la actualidad en una auténtica pandemia de la política. Lo cual ha generado una multitud de escándalos tan reiterados, que en muchos países se han transformado en costumbre, perdiendo la ciudadanía su capacidad de asombro. Y esto no ha hecho sino acelerar el desprestigio del sistema democrático y allanar el camino a regímenes de tipo autocrático.

            Lo anterior resulta más que comprensible: si al final de cuentas, buena parte de la actividad política termina reduciéndose a la obtención del máximo beneficio posible de quienes se dedican a ella, generalmente casi por cualquier medio; y si para mantenerse en el poder, se va generando una creciente clientela cooptada por él, el ciudadano encuentra cada vez menos razones para acatar sus órdenes. Ello, por mucho que se mantengan las apariencias formales de un sistema democrático, con elecciones periódicas y en teoría competitivas. Y no encuentra razones para continuar con esta parodia, pues en el fondo se llega a una situación en que un grupo (el dirigente y sus lacayos) vive a costa de otro (el pueblo), convirtiéndose este último en siervos de la gleba de este tecnofeudalismo contemporáneo.

            Pero además, muchos, partiendo por esta misma clase política que busca por todos los medios mantener el statu quo, señalan a los cuatro vientos que no existe ningún otro régimen político que sea legítimo, con lo cual un país estaría condenado a mantener este sistema democrático (y de paso, a quienes profitan de él), por muy corrupto e ineficiente que sea. Sin embargo, esto equivaldría a darles a esos dirigentes carta blanca para hacer lo que les venga en gana, mientras se mantengan los mecanismos formales de la democracia. Y es precisamente esta obsesión por mantener las apariencias lo que en parte parece haber incrementado los actuales niveles de corrupción que lo invade todo.

            Por eso, si bien hasta ahora no se ha encontrado un mejor régimen político, la democracia no es invulnerable, y la clave de su éxito no se encuentra solo en sus reglas formales, sino en los valores de las personas que integran la clase gobernante. Esta y no otra es la real garantía de su buen funcionamiento, pues a fin de cuentas, la democracia es un medio, un mecanismo para lograr el bien común de sus ciudadanos, no un fin en sí mismo.

Por eso, ni siquiera la democracia es inmune a la corrupción, que al apartarla de su razón de ser, puede acabar transformándola, pese a sus apariencias, en una farsa y en una tiranía.

Max Silva Abbott

Doctor en Derecho

Profesor de Filosofía del Derecho

Universidad San Sebastián

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