¿Buena suerte o constancia y empeño?

Es frecuente escuchar la expresión “¡Qué buena suerte!” tiene un profesionista que se le concedió un puesto de mayor responsabilidad por su destacado desempeño en su empresa; o de un estudiante universitario que obtuvo magníficas calificaciones a lo largo del semestre; o de una atleta que, a fuerza de practicar y buscar mejorar su propio récord, fue seleccionada para los Juegos Panamericanos o las Olimpiadas; o de un determinado intelectual o científico a quien se le ha concedido un importante reconocimiento por sus trabajos de investigación, sus publicaciones, y en general,  por su brillante trayectoria.

En estas semanas se comienzan a conocer los nombres de los galardonados por la Real Academia de las Ciencias de Suecia. Por ejemplo, el de Química fue concedido al estadounidense John B. Goodenough, el británico Stanley Whittingham y al japonés Akira Yoshino quienes son los padres de la batería de litio que cambió el comportamiento de la humanidad. El Nobel de Física fue otorgado al norteamericano James Peebles y los suizos Michel Tylor y Didier Queloz por su contribución al entendimiento de la evolución del universo y el lugar de la tierra en el cosmos. El Nobel de Medicina fue concedido a tres científicos Sir Peter Ratcliffe y de los estadounidenses William G. Kaelin Jr. y Gregg L. Semenza por sus descubrimientos acerca de cómo sienten las células y se adaptan al oxígeno disponible y que podrían beneficiar en la curación del cáncer, etc.

Cuando me entero de estos reconocimientos, la primera idea que me viene a la mente es, ¿cuántos años les llevó a los galardonados ser premiados por sus investigaciones, cuántos días y noches de arduos trabajos, décadas de búsquedas y de reflexión, de asistencia a congresos, de cambiar impresiones con otros colegas orientados hacia su misma especialidad, de probar una y otra vez sus tesis en el laboratorio, de publicar ensayos, etc.? Es decir, detrás de estos reconocimientos hay toda una vida consagrada en conseguir este objetivo hasta lograrlo o de tener un importante avance.

De esta manera, se puede concluir que existen, entre otras muchas, un par de grandes virtudes: la constancia y la dedicación y eficacia en el trabajo (diligencia). Y para ello hay que tener ideales y metas claras en la vida. Los logros no son fruto de una mera casualidad o de la “buena suerte” sino del empeño y esfuerzo sostenidos por mucho tiempo. Cuando alguien está convencido que su objetivo realmente vale la pena y que hay que luchar hasta alcanzarlo, equivale a estar dispuesto a mantener un tono personal de exigencia sin desanimarse y ser inasequible al desaliento.

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