¿Qué pasaría si luego de celebrar un contrato en toda regla (entre otras cosas, libre y voluntariamente y cumpliendo con sus requisitos formales), una de las partes comenzara a alterar las cláusulas pactadas a su antojo y le exigiera a la otra que las cumpliera?
Evidentemente, esta última alegaría, y con toda razón, que no fue eso lo acordado y que por tanto, no está obligada a seguir estas directrices. Ello, pues la base de la legitimidad y del deber de cumplir con esas cláusulas era, precisamente, que su contenido había emanado de la aceptación de ambas partes. De hecho, a tanto llega el valor del compromiso en este acuerdo, que la ley señala que “todo contrato válidamente celebrado es una ley para las partes, y no puede ser invalidado sino por su consentimiento mutuo o por causas legales”. Por eso se puede concluir que en el fondo, cada uno se obliga a lo que estima pertinente.
Se trae a colación lo anterior, pues mutatis mutandis, algo parecido ocurre con los tratados internacionales, que vienen a ser algo así como un contrato entre países.
En efecto, la base del Derecho internacional es el llamado “pacta sunt servanda”, esto es, “lo pactado obliga”. O sea, el mismo principio legitimador de los contratos: el libre consentimiento, en este caso no de una persona, sino de un Estado, debiendo cumplir, además, con los requisitos formales para que este consentimiento tenga validez. Por eso, también aquí cada Estado se obliga soberanamente a lo que estima pertinente.
Sin embargo, y en particular respecto de los tratados de derechos humanos (en los cuales se han puesto tantas esperanzas), está ocurriendo lo que se señalaba en un principio: que se están cambiando unilateralmente las cláusulas inicialmente pactadas, exigiéndose a los Estados cumplir con estas modificaciones, como si ellas hubieran sido acordadas por ellos mismos. Con la agravante de que en este caso, quien hace estas modificaciones no es una de las contrapartes, sino un tercero: el órgano creado por ese mismo tratado para vigilar su cumplimiento, que puede ser un comité, una comisión o un tribunal internacional.
Lo anterior explica que con el correr del tiempo, y fruto de la interpretación del tratado que han ido haciendo estos órganos guardianes, no sólo los derechos inicialmente pactados hayan evolucionado notablemente, al punto que varios de ellos resultan hoy casi irreconocibles respecto de su fisonomía inicial, sino que también hayan ido surgiendo un cúmulo de “nuevos derechos”, que en muchas ocasiones poco o nada tienen que ver con los originalmente pactados.
Sin embargo, estos órganos custodios exigen su cabal cumplimiento por parte de los Estados, como si de ellos hubiera emanado el actual modo de entender estos derechos, o peor aún, pretendiendo que los mismos Estados le habrían dado a estos organismos la facultad de interpretar dichos tratados a su antojo (una especie de cheque en blanco), sin condicionamientos ni control alguno; en suma, poniéndose a su servicio sin condiciones.
Ello se debe, entre otras cosas, a que estos organismos consideran que los tratados de derechos humanos tienen un “sentido autónomo” (o sea, sólo vale la interpretación que ellos hacen y no la de los Estados) y que son “instrumentos vivos” (es decir, que dicho órgano guardián es el encargado de actualizarlos unilateralmente a las circunstancias actuales).
¿Será a eso a lo que se habrán obligado realmente los Estados en su momento?
Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Profesor de Filosofía del Derecho
Universidad San Sebastián
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