Cuesta creerlo

Pocos medios de comunicación han informado sobre una reciente discusión a puerta cerrada que se llevó a cabo en la OEA, bastante acalorada, por cierto, respecto de la prohibición de la venta de menores, lo cual no deja de ser sorprendente.

            En efecto, en esa oportunidad, el gobierno de Argentina presentó un texto para condenar la venta de niños, niñas y adolescentes, que además proponía una serie de medidas para impedir tan deleznable práctica.

Hasta aquí todo bien: nadie en su sano juicio se opondría a semejante iniciativa, no solo por razones humanitarias y de sentido común, sino, además, porque existen diferentes documentos internacionales de distinto valor que protegen a los niños, niñas y adolescentes y entre otras muchas cosas, prohíben esta y otras prácticas terribles a las que han estado expuestos estos menores, desgraciadamente desde siempre. Entre otras, destaca la “Convención de los Derechos del Niño”, de 1989, que es uno de los tratados más ratificados del mundo (si es que no el que más), y el “Protocolo Facultativo de la Convención sobre los Derechos del Niño Relativo a la Venta de Niños, la Prostitución Infantil y la Utilización de Niños en la Pornografía”, del año 2000, ambos emanados de la ONU.

            Sin embargo, mayúscula ha sido la sorpresa (o, mejor dicho, indignación), cuando fruto de lo anterior, se produjo una agria discusión en una materia en que todos debieran haber estado de acuerdo, dividiéndose las aguas entre los países que se encontraban a favor de dicha propuesta y los que de manera inaceptable, no lo estaban. Y se insiste: no deja de sorprender, pues incluso si dicha propuesta hubiera sido mala o incompleta, lo lógico habría sido mejorarla, pero no rechazarla, incluso como estaba. Todo, con tal de proteger a los menores.

            De esta manera, países como Argentina, Paraguay, Perú y El Salvador dieron su respaldo, mientras que otros, como Estados Unidos, Canadá, México, Colombia, Costa Rica, Honduras y Chile lo rechazaron. La gran pregunta, es por qué.

            Debe recordarse que el tráfico y la explotación sexual de niños, niñas y adolescentes es una lacra mucho más extendida de lo que se cree, no solo en América, sino en el mundo entero, como parte del tráfico de personas, uno de los negocios más lucrativos del planeta. Es por eso que resulta inaceptable que un país se oponga a combatir este flagelo.

            Es esto lo que explica la escandalosa desaparición de niños, que según algunos datos, llega a varios millones en el mundo cada año, sea para destinarlos al trabajo forzado, a la guerra, a la prostitución o a la pedofilia, entre otras macabras realidades.

            De hecho, este altercado ha salido a la luz básicamente gracias a la alerta que ha emitido el Global Center of Human Rights, una ONG observadora de la OEA, también con sede en Washington, que ha sido casi la única fuente de información de esta asombrosa noticia.

De este modo, resulta no sólo lícito, sino incluso obligatorio preguntar: ¿Qué pudo haber llevado a tantos países, incluido el nuestro, a no estar de acuerdo y hasta rechazar esta más que razonable y justa propuesta? De verdad que se trata de una cuestión que cuesta creer y que debe ser aclarada.

Max Silva Abbott

Doctor en Derecho

Profesor de Filosofía del Derecho

Universidad San Sebastián

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