Actualmente, para muchos la democracia se ha convertido en la gran panacea para solucionar todos los problemas y legitimar todas las situaciones posibles, tal vez encandilados por el recurrente espejismo de creer que las instituciones funcionan como por arte de magia, de manera independiente a las actitudes y valores de los sujetos que las integran. Sin embargo, lo anterior es imposible, porque como creación humana, la democracia no tiene vida propia ni un itinerario autónomo, sino que depende de nosotros mismos.
Es por ello que resultan fundamentales ciertos valores y actitudes previas al sistema democrático, no sólo para que éste funcione como corresponde, sino también para que no se corrompa. Entre otros, parecen ineludibles un reconocimiento irrestricto –no invención– de la dignidad e igualdad humanas, y un grado mínimo de solidaridad, de colocarse en el lugar del otro e incluso, de quienes piensan distinto.
Por el contrario, si el sistema democrático termina siendo dominado por un conglomerado de individuos egoístas, que sólo buscan satisfacer sus intereses personales, incluso por cualquier medio y sin consideración alguna por el bien general o común, no nos extrañemos que este sistema político resulte a la postre no sólo ineficiente, sino además, injusto. De ahí que hace dos siglos, Alexis de Tocqueville hablara a este respecto de “la tiranía de las mayorías”.
Es por eso que debe tenerse siempre muy en cuenta que sin una guía moral mínima, la democracia no sirve de mucho, salvo para favorecer los intereses de los más fuertes, a costa de los más débiles. Lo anterior es evidente, porque la democracia es sólo un mecanismo, medio o procedimiento para la toma de decisiones colectivas, razón por la cual no garantiza, por mérito propio, que se establezca lo correcto o lícito en definitiva.
Pero hoy muchos consideran lo contrario, esto es, que basta con que una decisión –no importa cuál– haya sido acordada siguiendo los cauces formales de la democracia, para que por ese sólo hecho, y como por arte de magia, adquiera carta de ciudadanía, pudiendo imponerse por esta vía, las decisiones más perjudiciales y descabelladas.
Incluso, a tal punto ha llegado esta verdadera idolatría por el sistema democrático –entendido desde una perspectiva sólo formal–, que hasta la mera insinuación de alguna limitante o carencia suya es tenida como la herejía más imperdonable, incluso como un tema tabú al cual está prohibido aludir.
Por lo tanto, y aunque suene políticamente incorrecto, hay que ser claro: existen muchas materias que no dependen de las mayorías –como la calidad de persona, que debe ser reconocida a todos y cada uno de los seres humanos–, precisamente porque son los fundamentos insustituibles de cualquier auténtica democracia, sin los cuales además de dejar de tener sentido, cesaría de existir.
*Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Profesor de Filosofía del Derecho
Universidad San Sebastián
Chile
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