Como es sabido, luego de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, muchos Estados suscribieron libre y soberanamente diversos tratados de derechos humanos, comprometiéndose ante la comunidad internacional a respetarlos de cara a sus ciudadanos. De ahí que comenzara a hablarse de un “Derecho convencional” a este respecto.
Sin embargo, cuando uno se adentra en el modo de funcionamiento del Derecho internacional de los derechos humanos dentro del Sistema Interamericano, no puede menos que quedar perplejo, en atención a la enorme discrecionalidad que sus reglas otorgan a los principales actores del sistema, la Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Lo anterior hace que la interpretación que estos organismos hacen de los tratados suscritos por los Estados resulte tremendamente dúctil, al punto que con el correr del tiempo, el sentido y alcance de estos tratados ha ido siendo modificado, y no poco, mediante dicha interpretación, alejándose cada vez más del consenso original que tuvieron los Estados al aceptarlos y someterlos a sus propios controles de constitucionalidad.
De esta manera, puede decirse sin temor a equivocarse que actualmente nos encontramos frente a otros tratados, que establecen un cúmulo de nuevos derechos, que muchas veces poco o nada tienen que ver con su tenor literal. De esta manera, la rápida evolución que están teniendo los derechos humanos en el orden internacional (al depender de la simple y laxa interpretación del órgano guardián de cada tratado), hace que ellos se encuentren no sólo en un constante proceso de construcción y reconstrucción, sino además, generan cada vez mayores dudas sobre a qué se obligaron realmente los Estados.
Sin embargo, lo anterior parece no preocupar en lo más mínimo a estos organismos internacionales, que exigen con total aplomo que los Estados cumplan con “su” modo de entender los derechos inicialmente pactados –convencionales–, como si la primitiva suscripción de los respectivos tratados les hubiera dado a estos organismos una especie de “cheque en blanco” para hacer evolucionar estos derechos según su voluntad. Y de hecho, hay autores que defienden esta situación, al considerar que los Estados habrían adquirido una especie de “obligación presunta” a este respecto.
Ahora bien, además de la dudosa legitimidad de este proceso y de que esta entrega de un “cheque en blanco” haya sido la real voluntad de los Estados al suscribir los tratados originales, el proceso descrito genera una enorme incertidumbre para estos mismos Estados, al no saber a qué atenerse, al punto que situaciones que hoy resultan lícitas podrían cambiar en pocos años, fruto de esta dúctil interpretación.
Pero además, si todo o casi todo acaba dependiendo de la actividad del intérprete (sobre cuyo proceder, dicho sea de paso, no existe ningún control), parece difícil, cuando no imposible, considerar que estos nuevos derechos humanos sean verdaderamente “universales”, pues se insiste, no han dependido del real acuerdo de los Estados al dar origen a los respectivos tratados, sino del a veces abusivo obrar de sus órganos guardianes.
Por eso resulta lícito preguntarse seriamente si estos derechos siguen siendo “convencionales”. Pero tal como están las cosas, pareciera que serían estos organismos y no los Estados los principales agentes del Derecho internacional en la actualidad.
Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Profesor de Filosofía del Derecho
Universidad San Sebastián
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