En una conocida clínica, tuve la oportunidad de conocer y hacer amistad con Andrés (seudónimo), de unos 45 años, casado y con varios hijos. Entre otros malestares, sufría de fuertes migrañas e insomnios de forma casi permanente. Llevaba muchos años tratándose de su enfermedad, pero los médicos no acertaban a dar con el tratamiento adecuado para que se librara -al menos parcialmente- de sus padecimientos.
Sin embargo, en medio de todo, poseía un gran sentido de humor, con fina ironía y sabía sacarle la punta divertida a cuanto le ocurría. Cuando me lo encontraba ojeroso por las mañanas, solía preguntarle:
-Andrés, ¿qué tal dormiste?
-¡Como los búhos, ni un minuto! –me respondía jocosamente.
-¿Y cómo vas con tu dolor de cabeza?
-Mira, durante toda la noche fue tan intenso que deseaba que alguien me trajera unas tenazas…
-Pero, ¿para qué? –le pregunté sin comprender su frase.
-Muy sencillo, porque imaginaba que si alguien apretara fuertemente con ellas uno de los dedos gordos de mi pie, el dolor pasaría de la cabeza a la pierna y, al menos, descansaría un rato mi mente, ¿no te parece una buena idea? –me dijo sonriendo.
Y nos reímos los dos, de buena gana, ante tan pintoresca ocurrencia.
Comprendía que Andrés me estaba dando una lección de vida porque había aprendido a darle un sentido a su dolor, a no amargarse la vida ni dramatizar su enfermedad.
“Si uno sabe aceptar el sufrimiento, está convirtiendo un fracaso en un éxito interior”, afirmaba recientemente en una entrevista el Psiquiatra español, Dr. Fernando Sarráis.
En este mismo sentido, hay un autor -del que recomiendo ampliamente sus obras completas-, el humanista Romano Guardini, quien afirma en su libro “La Aceptación de Sí Mismo” que muchas veces tenemos que rehusar a tener cualidades que no poseemos; en otras ocasiones, debemos aprender a conocer nuestros propios límites y aceptarlos. Eso no significa que rechacemos la superación personal, sino más bien, a adherirnos a la realidad tal y como es, y no como nos gustaría que fuera, concluyendo: esto puedo y debo hacerlo; en cambio, esto me supera completamente.
Y eso no constituye un fracaso sino un principio elemental de la sabiduría humana. ¿No te has topado, amigo lector, con personas que no saben envejecer? Saben de antemano, por ejemplo, que padecen de un grave problema cardiaco y, por lo tanto, entre otros cuidados, deben de llevar una dieta estricta para vigilar sus niveles de colesterol.
Cuando sales a comer con ellos, suelen pedir alimentos grasosos. Me acuerdo de un amigo que cuando pedía al mesero que le trajeran varios taquitos de carne de cerdo, invariablemente me decía:
-Sí, ya sé que tiene colesterol esta carne; ¡pero conste que es “del bueno”! –comentaba a modo de excusa y procedía a comérselos con fruición.
Claro está, que al poco tiempo, como producto de esos frecuentes “autopermisos” o “licencias” en su dieta, le vino un potente infarto y los médicos le advirtieron seriamente que, si continuaba con esos importantes descuidos, no le pronosticaban muchos años de vida. Ante esa trascendental amenaza, ahora vive su dieta ¡como en una academia militar!
Pero pasemos al plano espiritual, quien sufre de una enfermedad y se une a la Cruz de Cristo, ofreciéndole todas las molestias, grandes y pequeñas, que lleva consigo, le produce un enorme bien a su alma y, si ofrece sus dolores por nombres o instituciones concretas (el Papa, la Iglesia, la santidad de los sacerdotes, los miembros de su familia, la conversión de las almas, las ánimas del Purgatorio, etc.) es un caudal inagotable de beneficios espirituales que puede enviar desde el lecho de su dolor a personas de los cinco continentes. De modo sorprendente se rompen –para las almas que tienen fe- las coordenadas de tiempo y espacio.
Es decir, en su aparente inactividad física, el enfermo que santifica sus males físicos o psíquicos ¡está más activo que nunca! Porque entonces se transforma en un instrumento de Dios. Es como un gigantesco motor o imponente fuente de energía eléctrica que da luz sobrenatural –a través de las innumerables gracias que otorga Jesucristo- y beneficia a muchísimas personas.
Sabemos que Dios bendice con la Cruz a quienes más ama. Hay una frase que personalmente me conmueve de Santo Tomás Moro, poco tiempo antes de que fuera martirizado por los verdugos del Rey Enrique VIII, decía a su hija Margarita para consolarla: “Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor”.
Y el Papa Benedicto XVI consideraba que si sabemos vivir la Filiación Divina, pase lo que pase, “siempre nos sentiremos en los brazos amorosos de nuestro Padre-Dios”. Y que si tenemos un tropiezo, un descalabro, una enfermedad, el Señor será el primero en levantarnos, abrazarnos y consolarnos.
Muchas veces las dolencias aparecen de modo imprevisto y hay la natural tendencia a sentir repugnancia o rechazo. Pero, hemos de pedirle a Dios que nos dé la claridad y la fuerza sobrenatural para encontrarle ese sent ido profundo para unirnos a su Cruz y colaborar –como escribía San Pablo- en su obra Redentora.
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