La clave está dentro

Desde ya hace varios años, existe un movimiento jurídico muy fuerte que busca otorgar la calidad de persona a los animales, o al menos a algunos de ellos (como los grandes primates), con el objetivo de protegerlos, estableciendo para los mismos derechos que todos, incluidos nosotros, debiéramos respetar. Sin embargo y aun entendiendo la noble finalidad que los motiva, el camino no parece ser el adecuado. Veamos por qué.

            Ante todo, es fundamental tener en cuenta que una realidad no se convierte en “persona” por la actitud que adopten las leyes frente a la misma. Es decir, un objeto o cosa sigue siendo igualmente objeto o cosa por mucho que las leyes lo protejan especialmente, o impongan las penas del infierno para quien atente contra ellos. Así por ejemplo, podría establecerse la pena de muerte para quien osara dañar unas ruinas arqueológicas sagradas o a ciertos animales, pero ello no los convierte en personas. Sencillamente, se los tutela de una forma exagerada en este caso, pero siguen siendo objetos, cosas, incluso si se los protegiera más que a una verdadera persona, como si al mismo tiempo se sancionara con una multa el homicidio, por poner otro ejemplo ridículo.

            Lo anterior significa que la calidad de persona no depende de lo que las leyes o nosotros mismos pensemos o creamos respecto de algo, en este caso, de aquella realidad que se quiere proteger. Es al revés: la verdadera calidad de “persona” viene desde dentro del ser, de lo que es, de lo que éste es capaz de realizar, de su forma de comportarse, incluso de la actitud que puede adoptar frente a esas mismas leyes que buscan regularlo o protegerlo.

            En suma, lo que importa aquí es que este ser al cual llamamos “persona” (por ahora, los seres humanos), es un ente dotado de un control y autonomía propios que le permiten enfrentarse a esas normas y por tanto, seguirlas o no, hacerles caso o desobedecerlas. Nada de esto ocurre con las valiosas ruinas o los preciados animales del ejemplo anterior.

            Por lo tanto, esto significa que la calidad de “persona” es una realidad dada, una cualidad a reconocer que “está ahí”, esperándonos de alguna manera, que exige respeto. Mas, se insiste, no es porque sea reconocida que se “convierte” en persona (que es algo exterior a sí misma), sino que es persona por lo que ella puede hacer frente a las normas o leyes (o sea, la clave está en su interior). Por eso, son las posibilidades interiores de la persona hacia las leyes, y no la protección que las leyes pretendan otorgarle, lo que la convierte en persona.

            Con todo, es necesario darse cuenta que como en el fondo la calidad de persona depende de la pertenencia a una determinada especie (en este caso y hasta donde conocemos, la especie humana), todos aquellos que forman parte de esta especie son personas, de manera independiente a sus cualidades, nivel de desarrollo o incluso defectos. Ello, porque el grado de autonomía y libertad que tenga es algo accidental, accesorio, dependiente de forma irrefutable de su previa pertenencia a la especie humana, que es lo verdaderamente esencial. Es por eso que hay personas que son menores o dementes, por ejemplo, e igualmente se los trata como tales, aunque no puedan autodeterminarse como la mayoría de los seres humanos.

            Por tanto, la clave (la “calidad” de persona), va por dentro, es algo propio, no añadido o quitado por una realidad externa como la ley. Esto es crucial, pues en caso contrario la calidad de persona sería una ficción, una arbitrariedad, y cualquier ente podría ser persona.

 

Max Silva Abbott

Doctor en Derecho

Profesor de Filosofía del Derecho

Universidad San Sebastián

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