Inaceptable es la situación política que está viviendo Venezuela, donde el actual gobierno desconoce las normas mínimas de cualquier Estado de derecho y de la democracia. Pero más inaceptable es la casi total pasividad que muestra Latinoamérica ante la misma.
En realidad, llama profundamente la atención este constante mirar para otro lado, este cómodo y cómplice silencio de la mayoría de los regímenes de nuestro continente, ante situaciones absolutamente injustificables. A pesar de tener un organismo regional como la OEA o documentos internacionales como la Convención Americana de Derechos Humanos o la Carta Democrática –por mencionar solo dos–, resulta casi patológico la escasísima reacción ante un gobierno que trasgrede constante e impúdicamente las garantías más fundamentales.
En efecto, el régimen chavista no solo creó una constitución a su medida y pétrea (es decir, inmodificable) a fin de controlar a todos los poderes del Estado; no solo ha utilizado dichos poderes para neutralizar a cualquier opositor peligroso; no solo tiene a un país, otrora próspero en la región, en una paupérrima situación económica; no solo está llegando a niveles de violencia pavorosos, que lo están colocando a primer nivel mundial en este penoso sentido; sino que además, luego de haber hecho trampa en más de una elección popular, por fin derrotado en el Parlamento por la oposición, insiste en desconocer la voluntad popular, proque en el fondo, no quiere perder el poder.
De hecho, situaciones como el pseudojuicio a Leopoldo López, la curiosa y oportuna destitución de tres diputados opositores (con lo cual perderían la mayoría necesaria para hacer las reformas que propugnan), o el llamado a no reconocer al nuevo Parlamento, no hacen más que confirmar que pese a sus ropajes democráticos, el gobierno de ese país nunca ha tenido verdadera vocación democrática y no trepidará en utilizar cualquier medio para mantenerse en el poder, manteniendo cuanto sea posible la apariencia de legalidad, pero no tanto como para perder dicho poder. Es decir, de seguir las cosas como están, podría muy bien darse un autogolpe o una situación parecida.
Es por todo lo anterior que llama tanto la atención el silencio cómplice o las débiles reacciones de la mayoría de los gobiernos de la región, incluido el nuestro. Así, mientras acusan a sus adversarios políticos de violar los derechos humanos, guardan un sospechoso mutismo respecto de este caso, lo cual no solo pareciera indicar que estos derechos solo son políticamente invocados contra quien conviene, sino que en el fondo, pareciera mostrar una no disimulada simpatía hacia el régimen chavista.
Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Profesor de Filosofía del Derecho
Universidad San Sebastián
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