Sin duda alguna, la proclamación de los derechos humanos en la Declaración Universal de 1948 constituyó un gran avance en el reconocimiento y promoción de estos derechos, sobre todo luego de la horrorosa experiencia de la Segunda Guerra Mundial.
Lo anterior hizo que muchas constituciones adoptaran catálogos de derechos semejantes y se produjo un notable desarrollo del Derecho constitucional, al irradiarse desde la carta fundamental una serie de principios y valores hacia el resto del ordenamiento jurídico.
De este modo, lo que hoy pueden considerarse los derechos humanos “tradicionales” o “clásicos”, buscaban resguardar un conjunto de libertades de los individuos (los derechos civiles y políticos) y asegurar un mínimo de prestaciones por parte del Estado (los derechos económicos, sociales y culturales), que colocaban a este Estado al servicio de la persona y además, hacían de escudo frente al mismo, a fin de evitar en lo posible sus abusos.
Sin embargo, en las últimas décadas los derechos humanos han sufrido una notable evolución, creciendo su catálogo desmesuradamente y abordando un enjambre de materias muy variadas, que resultaban muy difíciles de prever en 1948. De esta forma, se han ido especificando de manera creciente, afectando a grupos cada vez más pequeños de individuos, sobre todo aquellos que se consideran víctimas o desposeídos. Con lo cual, han perdido buena parte de su universalidad, al acotarse su aplicación sólo a ciertas categorías de personas y buscando generar muchas veces una situación de privilegio para ellas, que rompe la tradicional igualdad ante la ley. Por eso cuesta armonizarlos con los derechos clásicos.
Pero además, esta evolución está haciendo que muchos de estos nuevos derechos humanos pretendan no solo un cumplimiento exterior de lo que ellos exigen, sino también interior, o si se prefiere, buscan erigirse en una especie de moral social, que intenta transformar desde dentro el modo de actuar de los ciudadanos. Con lo cual se rompe una de las premisas fundamentales que dieran origen a estos derechos, al menos en su versión clásica: el resguardo de la libertad, tanto física como de conciencia de sus destinatarios.
Lo anterior ocurre porque de manera creciente, los nuevos derechos humanos se están dogmatizando, en el sentido que ellos pretenden establecer un punto de referencia indiscutido e indiscutible sobre lo que se debe hacer o no hacer, buscando así guiar más que resguardar el actuar de los ciudadanos.
Esto significa que los nuevos derechos humanos ya no son una especie de “escudo” frente al Estado, según se ha dicho, como los clásicos (tanto de primera como de segunda generación), que intentaban resguardar ciertas esferas de libertad para que cada cual pudiera llevar a cabo su propio plan de vida, respetando el de los demás. Al contrario, los nuevos derechos buscan erigirse en una guía para el actuar e incluso para el sentir de los ciudadanos, intentando así imponer una visión particular sobre lo que se considera un correcto plan de vida, a veces muy discutible. Y en parte, lo anterior se pretende conseguir mediante las sanciones, cada vez más drásticas y a veces francamente desproporcionadas que se han ido estableciendo para quienes no acaten estos nuevos derechos.
¿Será esto último lo que de verdad pretendían lograr los derechos humanos, o sea, en vez de proteger la diversidad, imponer una notable homogeneización en nuestras sociedades?
Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Profesor de Filosofía del Derecho
Universidad San Sebastián
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