Las raíces profundas de la alegría

Me parece que todos disfrutamos con las películas o las series cómicas de televisión; con un buen chiste o un gracioso vídeo; o bien, nos alegramos cuando gana el campeonato nuestro equipo favorito de fútbol o de algún otro deporte. También, cuando adquirimos un bien material -un moderno coche, una magnífica computadora, por sólo citar un par de ejemplos- que nos han costado meses o años de ahorros. Pero también nos percatamos que esos motivos de alegría o sensaciones de bienestar son efímeros y duran poco tiempo.

La pregunta es, ¿entonces cuáles son las raíces profundas de la alegría? Prioritariamente, el sabernos hijos de Dios. Pase lo que pase, suceda lo que suceda nada ni nadie podrá arrebatarnos la paz y la alegría serena. Me refiero a sucesos que la gente llama “malos”: una enfermedad, la muerte de un ser querido, una contradicción en el trabajo, una adversidad familiar… ¡Como se resistían los Apóstoles cuando Jesucristo anunció su inminente Pasión y Muerte en forma tan dolorosa! Pero gracias a esa completa entrega y disponibilidad del Hijo de Dios a la Voluntad de su Padre, la Cruz -lejos de ser un símbolo de maldición- paso a convertirse en un trono glorioso desde dónde reina Jesús.

Así que todos los que se unen con su propio sufrimiento o dolor a esa Cruz, se unen al mismo sacrifico de Cristo. Me viene a la memoria, la figura del Dr. Francis S. Collins, quien aportó a la humanidad -junto con su equipo de trabajo- los primeros descubrimientos del genoma humano y que desde joven había perdido la fe. Sin embargo, detrás de sus hallazgos del genoma, había llegado a la conclusión que lo que había descubierto era tan asombrosamente perfecto que debería de existir un Supremo Ordenador del universo; una Mente Perfecta, Superior e Inteligente por encima de todas las demás criaturas que todo lo ha organizado armoniosa y sabiamente. Mientras daba vueltas a estas inquietudes, tuvo que atender la enfermedad y agonía de una anciana mujer. Cuando ella se encontraba en fase terminal en su lecho de dolor, al Dr. Collins le llamó poderosamente la atención su semblante lleno de gozo y serenidad. No se resistió la curiosidad y le cuestionó sin rodeos: “-señora, ¿cómo puede estar tan tranquila, si le acabo de comunicar que pronto va a fallecer?” Y aquella mujer le contestó con una sonrisa: “-Mire, Doctor, este momento lo he esperado desde hace mucho tiempo, ¿no le parece lógico que esté feliz porque por fin voy a encontrarme con mi Padre-Dios, que en seguida me dará un cariñoso abrazo?” Esta respuesta supuso para el Dr. Collins un detonador con la fuerza de una bomba y, a los pocos días, fue a conversar con un sacerdote: le planteó que tenía que regresar cuanto antes a Dios porque estaba persuadido que ahí se encontraba la verdad.

El Papa Francisco ha escrito unas maravillosas palabras a este respecto: “El cristiano vive en la alegría y en asombro gracias a la Resurrección de Jesucristo. (…) Aunque seamos afligidos por las pruebas, nunca se nos quitará la alegría de lo que Dios ha hecho por nosotros (…) La credencial de identidad del cristiano es la alegría: la alegría del Evangelio, la alegría de haber sido elegidos por Jesús, salvador por Jesús, regenerados por Jesús; la alegría por la esperanza de que Jesús nos espera, la alegría que -incluso en las cruces y sufrimientos de esta vida- se expresa de otro modo, que es paz con la seguridad de que Jesús nos acompaña, está con nosotros. El cristiano hace crecer esa alegría con la confianza en Dios” (Homilía en Santa Marta, 25-V-2016).

Por ello, san Josemaría Escrivá de Balaguer escribía que “la alegría es un bien cristiano, que poseemos mientras luchamos {contra nuestros defectos y torcidas tendencias}, porque es consecuencia de la paz” (Forja, No. 105), además de que “tiene sus raíces en forma de Cruz” (Forja, No. 28).

En el camino de la vida nos encontramos con familiares, amistades, colegas de trabajo, conocidos que ante diversas circunstancias sufren de verdad; caen en la tristeza, en el pesimismo e incluso en el llanto. ¡Cuánto se agradecen esos amigos que ríen con nosotros cuando nos alegramos, pero sin duda, mucho más apreciamos a aquellos otros amigos que nos acompañan fielmente ante la dolorosa e inesperada despedida de un ser querido, ante un costoso y arduo episodio de la vida o ante una aguda enfermedad! Resulta un invaluable acto de caridad y generosidad tanto el que brindemos el oportuno consejo que consuele al afligido y que levante el ánimo de aquella persona que apreciamos, así como el que sepamos escuchar con paciencia al que está pasando por una situación dura y adversa para que se desahogue con nosotros y poder ayudarle a que recupere de nuevo su alegría y paz, mediante una visión optimista y confiada en Dios.

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