«El sacerdote y el soldado; ni uno ni otro viven para sí; para el uno y para el otro en el sacrificio, en la abnegación, está la gloria». Juan Donoso Cortés
Como bien sabemos, el quinto mandamiento no matarás, prohíbe atentar voluntaria e injustamente contra la vida del prójimo o la vida propia. En esto último el suicidio consiste en la destrucción de la propia vida, acto que atenta directamente contra los derechos de Dios violando gravemente el orden por Él establecido. Los seres humanos hemos sido dotados de un fuerte instinto de conservación que nos lleva a proteger la propia vida, por ello el suicidio se considera un mal que confronta ese legítimo amor propio.
Sin embargo, así como el suicidio es un crimen contra Dios y contra uno mismo; existen casos en los que es lícito exponer la vida: por motivos de religión, de justicia y de caridad. En efecto, hemos de diferenciar la causa injusta de la causa lícita, aquella en que es laudable e incluso obligatorio sacrificar la propia vida. Ejemplos de ello tenemos a raudales: los mártires a través de los siglos que prefirieron morir antes de ofender a Dios; el policía que expone la vida para aprehender a los criminales; el militar que pierde la vida por defender a la Patria; el sacerdote y el médico que arrostran las epidemias para ejercer su ministerio o su profesión.
En esta última situación es preciso remarcar el caso particular de los sacerdotes que voluntariamente se han recluido por la situación del Covid; no solo ellos sino también la jerarquía eclesiástica en general al reaccionar de manera desmedida y poca caritativa para con la feligresía al cerrar las iglesias. ¿Por qué? Porque al hacerlo privaron de los sacramentos a los laicos en un mal entendido deber de preservar a cualquier costo la vida material. Y como ya sabemos, la vida material no es un bien supremo; puede a veces ser sacrificada a cambio de otros bienes superiores, tal es el caso de la salvación de la vida del prójimo y su alma.
No es raro que al considerar erróneamente la preservación de la vida como un bien absoluto, nos parezca inconcebible que los sacerdotes expongan la suya ante una epidemia, porque ¿Quién administraría después los sacramentos a los laicos? El sacerdote no vive para sí mismo, tiene el deber especial e insoslayable de cuidar al rebaño que le fue confiado el día de su ordenación. Nuestra generación no tiene más que mirar a través de la historia para poner en su justa dimensión la situación actual y entender cómo fue que las generaciones precedentes superaron adversidades mayores a las nuestras:
El caso particular de San Carlos Borromeo que reacciono ejemplarmente ante la peste que asoló Milán en 1576. Le escribiría al gobernador Don Antonio de Guzmán (que junto a muchos nobles abandonaron la ciudad), echándole en cara su cobardía consiguiendo que éste volviera a su puesto para poner orden al desastre. Como era de esperarse la peste acabo con el comercio produciendo carestía. San Carlos Borromeo agotó sus recursos contrayendo deudas. Ver el pequeño hospital repleto de enfermos, moribundos y muertos, arrancaría lágrimas a este santo pidiendo ayuda a los sacerdotes de los valles alpinos, puesto que los de Milán se habían negado, al principio, a ir al hospital.
El Arzobispo no se limitó a orar, hizo penitencia, organizó y distribuyó víveres; asistió personalmente a los enfermos, a los moribundos y socorrió a los más necesitados. Es éste caso, un ejemplo de cómo es lícito exponer la propia vida en aras de un bien mayor. ¿Qué habría sucedido si San Carlos Borromeo no hubiese actuado a la altura de las circunstancias? ¿Si no hubiera llamado la atención tan duramente al gobernador por su cobardía ante la peste negra? Cabe mencionar que este santo tuvo como tarea principal la de formar un clero virtuoso y bien preparado, haciendo frente a una oposición violenta y sin escrúpulos del clero rebelde de aquella época, destituyendo clérigos indignos.
Contemporáneo de San Felipe Neri, empleo su influencia para que el Concilio de Trento fuera reanudado; encomendó a Palestrina la composición de la Missa Papae Maecelli; impuso la obligación a los sacerdotes de enseñar públicamente el catecismo, todos los domingo y fiestas de guardar; estableció escuelas mediante la Cofradía de la Doctrina Cristiana; etcétera. San Carlos Borromeo habría de sufrir atentados, habría de padecer el amedrentamientos de los gobernantes en turno, a los que respondería con excomunión si la ocasión lo ameritaba; sin duda un gran santo que empleo mano de hierro en las injusticias; sería bastión para la Madre Iglesia durante la contrarreforma y ayuda para los más necesitados durante la peste negra.
Los sacerdotes están llamados a atender a la feligresía, llevando los sacramentos a los enfermos, no privándolos jamás ellos y de la Santa Misa en un mal entendido concepto de salud pública; están llamados a catequizar a los niños y particularmente mantener la virtud. ¿Cuántos San Carlos Borromeo, San Felipe Neri o Santo Cura de Ars ve usted ahora? La sequía de sacerdotes santos y virtuosos como ellos coincide -quiéralo o no- con la idea imperante entre laicos católicos de considerar la vida material como el bien supremo, olvidando las causas lícitas en que se puede matar a un semejante o exponer la vida en aras de un bien mayor.
Seamos ante todo, católicos antes que profesionistas, católicos antes que una cartilla de identidad, católicos antes que provida. Solo así lograremos un discernimiento real ante situaciones de gravedad sin exponer a las almas al abandono. No era casualidad que San Pío X expresara con preocupación: «Todo el mal depende de nosotros, sacerdotes… si todos estuviesen inflamados de un celo de amor, bien pronto la tierra entera sería católica». Ahí lo tiene…
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