Un no, es un no. Y es eso lo que expresó por abrumadora mayoría el pueblo de Chile el 4 de septiembre pasado, sobre todo esa mayoría silenciosa que generalmente no vota, por desinterés, por desilusión, por apatía, por cualquier causa, pero siempre en el fondo, debido a su desencanto con la democracia y la clase política.
Además, al haber sido obligatorio, este plebiscito tiene mucho más valor que el plebiscito de entrada, pues nunca antes en nuestra historia había sufragado tanta gente. Si se quería realmente un veredicto popular, aquí está su mejor demostración.
Se reitera: de acuerdo con la legalidad ad hoc confeccionada para la ocasión, en el primer plebiscito (con voto voluntario) se preguntó si se quería una nueva Constitución y el mecanismo para proponer un texto. Nada más. Y se estableció claramente que en caso de rechazarse el texto en el plebiscito de salida (obligatorio y con muchísima más participación), sigue vigente la actual Carta Fundamental. Por tanto, si se quiere realizar un nuevo proceso, dada esta nueva modalidad, se requiere de otro plebiscito de entrada, así como otro de salida.
En caso contrario (esto es, si torciendo su sentido, se considera que el plebiscito de entrada es suficiente para iniciar sin nueva consulta un nuevo proceso), ello querría decir que habría que repetirlo indefinidamente hasta que el pueblo por fin acepte alguna de las propuestas que se le hagan, plegándose así a la voluntad o al capricho de nuestros dirigentes.
Por tanto, si se quiere una constitución democrática, lo menos que puede exigirse es que se respeten las reglas del juego establecidas por los propios interesados.
Sin embargo, pese a lo claro de estas reglas del juego y sobre todo de su desenlace, salvo honrosas excepciones, nuestra clase política insiste en realizar un nuevo proceso constitucional, contra viento y marea. De nada importan los problemas que realmente aquejan a la ciudadanía. La principal preocupación de nuestros servidores públicos es de confeccionar un nuevo traje para estar más cómodos en su labor.
Incluso, no han faltado figuras que literalmente han insultado a la ciudadanía, tildándola de ignorante, atrasada y hasta poco inteligente; a diferencia de ellos, claro, nuestros iluminados. Menos mal que contamos con su presencia. ¿Qué haríamos sin ellos?
Más allá de hechos y sarcasmos, lo que debe realmente inquietarnos es hasta dónde es real la democracia que tenemos, o se trata simplemente de una pantalla, de una apariencia para legitimar decisiones que ya se encuentran tomadas de antemano por nuestros gobernantes. ¿O es que la democracia sólo vale y es valorada por ellos cuando acepta sus decisiones, cuando avala sus proyectos, cuando apoya sus planes?
Lo anterior querría decir que la ciudadanía es simplemente la tramoya de una democracia funcional que no decide nada, sino que simplemente legitima con una apariencia de autodeterminación los deseos de la clase gobernante, a fin de que no se note que es una tiranía. Lo cual lleva a preguntarse, con justa razón, para qué seguir con la farsa.
En efecto, si la decisión popular sólo es respetada y ensalzada cuando se pliega a los caprichos de nuestra clase dirigente, no sólo habría que repensar profundamente nuestro sistema político, sino, además, surge la pregunta de a quién sirven, pues claramente al pueblo no. Y la respuesta da sólo dos posibilidades: a ellos mismos, o a alguien superior.
Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Profesor de Filosofía del Derecho
Universidad San Sebastián
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