El debate sobre la gratuidad en la educación superior no ha hecho más que acentuarse a medida que pasa el tiempo, colocando a una serie de instituciones en la difícil disyuntiva de optar o no por ella. Sin embargo, a pesar de lo atractiva o incluso necesaria que pueda resultar para muchas personas, existen costos no menores asociados a la misma.
Estos costos obedecen a que su instauración otorga un notable y peligroso poder al Estado sobre esta delicada materia, que puede incidir en sus ciudadanos de una manera mucho más profunda que las políticas públicas que adopte en otras áreas, pues a fin de cuentas, más que satisfacer necesidades concretas, incide en la formación de las propias personas.
Dicho de otra manera: uno de los aspectos fundamentales de todo Estado de Derecho y de la democracia, es que los poderes del Estado no solo se encuentren distribuidos en órganos diferentes que se vigilen entre sí, sino además, que sus funciones se encuentren reguladas de antemano por la ley. Todo esto ayuda para limitar este poder y que al menos, sea más difícil abusar, pues ofrece más garantías un poder regulado que uno que no lo está.
Ahora bien, desde esta perspectiva del poder y de sus límites, la instauración de la gratuidad en la educación superior (y en cualquier ámbito de la misma) ofrece al Estado una inigualable oportunidad para incidir en sus ciudadanos, si bien con una mirada de largo plazo. Ello, pues resulta evidente que al controlar los recursos de las instituciones afectadas, el nivel de autonomía de estas últimas podría incluso desaparecer.
Es decir, si esta política llegara a ser realmente universal, en el fondo, el único ente controlador de la educación sería el Estado, el cual no tendría ningún contrapeso, ni público ni privado, para al menos intentar evitar un abuso de su parte. Se generaría así un poder monopólico, lo que es contrario al Estado de Derecho y a la democracia.
Sin embargo, el problema no se soluciona solamente si persisten algunas instituciones no adscritas a la gratuidad. Aun cuando en este caso al menos existirían otras alternativas privadas a la ofrecida por el Estado y una mirada distinta respecto de la educación, el solo hecho que existan algunas entidades gratuitas resulta discriminatorio, al recibir solo ellas recursos del Estado, lo cual genera una competencia injusta entre ambos bloques.
Por tanto, no parece que la gratuidad, vista desde la perspectiva del poder, sea una buena idea para un sano Estado de Derecho y una auténtica democracia, pues le otorga al Estado un poder muy tentador, muy peligroso y eventualmente, sin contrapeso.
Max Silva Abbott Doctor en Derecho Profesor de Filosofía del Derecho Universidad San Sebastián
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